PREÁMBULO. Ginés Liébana es un inusitado e irrepetible escritor, un raro que vale un potosí y al que no pocos ensalzan de boquilla por respeto a su fama como pintor, aunque sin calibrar su originalidad y mérito, y reputándolo inferior a los poetas canónicos de Cántico, quienes, siendo conmovedores, preciosistas y notables, desempeñan una función menos heterodoxa y, ni de lejos, tan palpablemente angelical. Tan prometeicamente volcada en agrandar el campo del conocimiento y la belleza desde una valerosa soledad. Yerran, entonces, los que así lo subestiman, acaso desconcertados por su audaz peculiaridad, su proclividad al esperpento y sus defectos formales. Si existe una sindéresis gramatical, estilística, métrica o retórica, tal cosa va a ser maltratada a conciencia por él más allá del descuido o la liviandad caprichosa de un experimentador libérrimo. En consecuencia, será superando por honesta convicción este factor, y no pasándolo por alto, como podamos atrevernos a afirmar que Ginés no resplandece menos como literato que como artista plástico, y ello a pesar de que ninguna editorial de campanillas haya aceptado incluir en su catálogo un poemario suyo. ¿No late una trágica paradoja en el hecho de que el más cosmopolita, internacional y sobresaliente de los componentes del Grupo Cántico haya tenido que editar su producción literaria en circuitos de escasa entidad e insignificante difusión? Es obvio, si procuramos mantener una mirada sin prejuicios, que su virtualidad perturbadora en este sentido es mayúscula, pese a que el común, y no digamos los especialistas, esas corteses hormigas, lo ignoren. Y apréciese la ilustradora dilogía. Siendo pertinente traer a colación el surrealismo, tan próximo y tentador en las coordenadas históricas y estéticas de Liébana y sus coetáneos, éste no supone coartada o motivación de fondo para justificar unas maneras expresivas que son emblema de la casa, desobedientes a toda preceptiva y soberanamente autárquicas, porque estamos ante una rebeldía visceral e incombustible con respecto a las normas vigentes, a la férula de los diccionarios y a cualquier opinión ajena. Empero, tengamos las jerarquías claras: una superioridad con tachas vencerá irremisiblemente a un perfeccionismo de pitiminí, y no señalaremos a ningún miembro de la anchurosa grey de correctísimos poetastros. La banalidad en relumbrantes endecasílabos banalidad se queda. Si queremos proceder con cabeza, hemos de construir un molde separado, peregrino y único para, tras valernos de él, destruirlo definitivamente, ya que no cabrá aplicarlo a nadie más.

El arte es, por exigencias del demiurgo, un sacerdocio, y no se nos concede elegancia sin ascesis, ni grandiosidad sin transgresión sublime

UNO. Liébana es teatro, escenografía, puesta en escena, personajes con su eficaz coreografía de entradas y salidas, andamiaje de efectos y recursos, seductor cajón de sastre e inmarcesible cámara de maravillas. Un espectáculo de muchas pistas, alegre y exuberante representación, un histrionismo para perspicaces que se quieran abonar al buen vivir, en lugar de tirarse enviciadamente a la buena vida. El arte es, por exigencias del demiurgo, un sacerdocio, y no se nos concede elegancia sin ascesis, ni grandiosidad sin transgresión sublime o trazas homeopáticas de mal gusto. Es, a su característica manera, parlamento y discurso, presencia provocativa en plaza pública, lenguaje proclamando su utilidad performativa, explicitación elocuente, requiebro verbal, ingeniosidad orquestada y deslumbrante, un continuum coral de declaración, interrupción y réplica, prístino reino de la música y el ritmo, incuestionable gravedad de sacramento, sibilante escape de guasa popular, ocasional desplante atrabiliario, reverbero no exento, cuando menos se espera, de una luminosidad oculta, nutricia, sobrenatural.

DOS. Liébana es verificablemente un autor, mas no un versificador de metrónomo, cuya poesía observa por su temperamento de hechicero un despliegue dramático, igual que su teatro no le tiene miedo al lirismo de lo extraordinario. La energía que nace de sus cromosomas danza y zapatea con brío ceremonial, el carisma marcando territorio y los ojos absortos en su misión esencial. Lo demuestra Ginés incluso a sus cien años, sentado en su silla baja con ruedas, sobre el parquet de su hermoso piso madrileño, luciendo unos zapatos de un verde Baudelaire, colmado de magnetismo. Porque su mundo literario es totalizador, proteicamente imaginativo, un mar en perpetuo desbordarse. Jamás, menuda ordinariez sería, cae en lo confesional, lo autobiográfico o lo personalista, salvo si nadie se percata, en cuyo caso se divierte legítimamente a nuestra costa y deja, aquí y allá, pistas regocijantes. Cual son cáusticamente amables los «Retratos de reproducción insoportable de contemporáneos envejecidos» que hallamos en ¡Bye Bye Lágrimas! (Madrid: Endymion, 1991), donde administra un buen repaso a amigos y asimilados del quehacer farandulesco. Se impone así, por mero juego de prioridades, el amor oceánico por el mundo, la capacidad para dar rienda suelta a su suntuosidad, sus fulgores y sus variaciones. Por descontado que casi todo lo inunda y lo redime, sin disimulo ni opresión penitencial, el humor, el excelente humor en su sentido más circulatorio y fisiológico, en forma de parodia, broma, chanza zumbona, ironía, sarcasmo, jitanjáfora, exageración: una carnavalización italianescamente engalanada de un extrañamiento, más rutilante que brechtiano, que confunde y espabila.

Mucho más nos convence la disparatada e incisiva sátira en 'Bolso de piel de padre'

TRES. A veces, el divertimiento se impone sin recato, como en Donde nunca se hace tarde. El tiempo pasa tarjeta (Madrid: Endymion, 1996), o en La tarde es Paca (Madrid: Endymion, 2001), para quien suscribe un registro menor en el espectro liebanesco. Mucho más nos convence la disparatada e incisiva sátira en Bolso de piel de padre (Córdoba: Edisur, 2006), una glosa presciente de eventos que acaecerían después. Ciertamente la risa es un don, una rutina de salud y una destreza muscular. Pero se imponen a cada giro de los acontecimientos pulsiones como la compasión afectuosa, una ternura espontánea, el aprecio a la inocencia y el candor en tanto que admirables manifestaciones de potencia, tal si el mundo fuese a la par familiar y asombroso, digno de una curiosidad efervescente y permanentemente en estreno, pródigo en la epifanía que deleita como quien no quiere la cosa, sin explayarse por entero. Los nombres de su infinita galería de criaturas son en sí mismos un festival de metáforas, caricaturas y eufonías, como prueba la corta muestra en nuestra nota quinta. Ello es extensible al conjunto inagotable de sus paisajes visionarios y alucinantes, que componen el cosmos señero de lo liebanita. Aunque comportan igualmente una celebración de lo hispánico, castizo y meridional, la cual nos encarece matices cervantinos y un sabor como a pueblo pequeño, a los olores de la densidad rural, al roce armónico, radiante y santamente tradicional entre jóvenes y viejos, muchachas y enamorados, ángeles y señores, niños, espectros y animales.

CUATRO. Andalucía y Córdoba suponen, según se acaba de exponer, y sin desmerecer de El Greco y la princesa de Éboli,

que animan El navegante que se quedó en Toledo (Villa del Río: Ayuntamiento, 2012; reedición corregida de la anterior en Endymion, 1988), un hontanar geográfico consustancial a su universo de peripecias, experiencias y sueños. Conforman, verbigracia, los Penumbrales de la Romeraca (Córdoba: Diputación, 1990) una teoría y una exégesis de la ciudad califal, con su cortejo de entierros, erotismos, cultos fervorosos, antecedentes romanos y vivacidad popular, lo mismo que en La tienda de las ambigüedades (Granada: Ficciones, 2001), que prologara Pablo García Baena, penetramos en una localidad cristiana y mora de alta poesía y punzante sensualidad, o que La industria del deseo (Córdoba: Edisur, 1998; hay otra edición, titulada Sofá y querella, publicada por el Ayuntamiento de Priego en 1995), prologado por Francisco Nieva, nos sitúa a Giacomo Casanova, aquí Gerónimo Casaviva, en la señorial Priego de Córdoba. Este traslado al solar andaluz también se produce con la Salomé de Oscar Wilde en otra chispeante transcreación como es El festín de Maqueronte (Rute: Ánfora Nova, 2008). Nos ubicamos por elección en un tiempo anterior a la modernidad, de un aire tornasolado y limpio provisto de las maneras de un refinamiento antiguo, ajeno a la vulgaridad del mal. No se trata de idealización, ni de evitar o silenciar penas y pesadumbres. Menos aún de perseguir exquisiteces en plan exótico o romántico, como quien, vaya simpleza, practica un costumbrismo de postal. Sino de un andalucismo rabiosamente renovador y lúdico como el que encontramos en El Andaluna. Linaje del Sur (Córdoba: Edisur, 2003) o en La Ronda de la Copa (Córdoba: Ayuntamiento, 2001), de prosapia báquica. Si bien donde más impresiona su habilidad para captar la quintaesencia de esta tierra es en Hospitalito a mano derecha (Córdoba: Asociación Cultural Andrómina, 2014), con palabras preliminares de Antonio Varo Baena, exaltación metamórfica, desnuda del flamenco. Del cante jondo y, con sus interioridades, de esa sustancia anímica, de carnalidad sonora y fidelidad telúrica, que Ginés mamó desde la infancia.

CINCO. Como hemos insinuado, un retratista competente ha de dominar el arte de convertir a cada retratado en una pieza única, profundamente idiosincrásica, sabiendo extraer la personalidad escondida o que a otros lleva tiempo aislar e identificar, y plasmándola mediante unos cuantos trazos inmediatos, que asignen estabilidad a lo que es fluir. Para el escritor, máxime para quien entiende la humanidad como muestrario de sutiles diferencias y no como muchedumbre indistinta, ese destino se fija en los nombres. El creador interpreta y elucida el prodigio de cuanto está ahí o puede ser bautizando certeramente a sus pobladores, que a su liebanesco modo poseen algo de panoplia, bestiario o elenco shakespeariano. De ahí que, una vez, forjados, tras salir de un fondo inacabable de inventiva, sean inolvidables. ¿O no forman ya parte de nuestra agenda de contactos valiosos Demetra, Anica la Mochicha o Abellanieve, Custodia Hueso y Rosarillo la del Tránsito, Don Esmeraldo y Juan Mosqueros («hombre frontal donde los haya»), «Doña Flora Caravaca, viuda de don Discordio Cabramorras y su hijo Pandereta, joven marcado con un signo extravagante», las tres hermanas Filancia, Ampelia y Rita, Brutilda la Bellacona, Hemorroísa y Agustinico, y así tantísimos amigos que desfilan ante nosotros vivitos y coleando, y a quienes el lector llega a querer por encima de sus propios parientes? Y junto a su facilidad para los diálogos, Liébana tampoco desconoce el pulso narrativo. Ahí están, por ejemplo, Las dos iglesias y el kamikaze (Madrid: Endymion, 2010) o Bestiamante. Asalto a la perfección (Córdoba: Almuzara, 2006), su versión de La bella y la bestia.

Es un emisor de articulaciones lingüísticas tan inhabituales como encajables

SEIS. Ginés Liébana es un ser cautivador en la medida en que es una máquina de urdir, constituir y dar a luz momentos de arrobo instantáneo, vislumbres que arrebatan al testigo, constelaciones de materia espiritual que, más que afanosamente diseñadas con premeditación y esfuerzo, son halladas o tocadas por el índice que les insufla aliento en tanto que realidades fabulosas desde un principio preexistentes, cual ideas platónicas, categorías aristotélicas o mapas genéticos que sólo aguardaban a quien los alumbrase o despertase. Es un emisor de articulaciones lingüísticas tan inhabituales como encajables, en puridad persuasivas pese a su novedad excéntrica, por la prestancia de su aplomo o el descaro de su efectividad. Por eso alcanza sus mejores momentos cuando se pone serio, lo cual se produce cuando él quiere. Puede ocurrir cuando decide abandonarse a la poesía amorosa, como en el breve Sostenida bajada continua (Cuenca: Menú-Cuadernos de Poesía, 1996), que cuenta con un sabroso pórtico introductorio a cargo de Luis Antonio de Villena, en el bastante más extenso Síntesis (Córdoba: Centro Asociado de la UNED, 2000), al que precede un estudio previo de Juan Ruano León, o en Travesía de la humedad (Rute: Ánfora Nova, 2003). Son entregas centradas en el eterno femenino y el Tú lírico, gracias a cuyas entrañas accedemos a algo semejante al desengaño pasional y a sus meandros genuinamente íntimos.

SIETE. La condición literaria que venimos analizando es un don, una ebriedad que responde a las leyes de otra ingeniería, un fruto del azar combinatorio de la biología, léase los ancestros, y la combinatoria evolutiva individual. Es como quien desde niño destaca por una pericia inusual y la saca a relucir a impulsos de un placer instintivo casi automático, subconsciente, que se alza por encima de lo intelectual. Él mismo se sorprende ante lo que le ocurre a cada rato. Carece, a la vez arcángel y demonio, si hablamos figuradamente, de la negatividad autoconsciente de quien ensaya posturas delante del espejo. Más bien se contempla desde fuera como quien asiste a un milagro gratuito, a una aventura inesperada, y los comparte sin posesividad con los demás. Su talento taumatúrgico no necesita dosificar. Menos aún escatimar o especular, recorrer los arcones de su proveeduría particular para medir la cantidad, calcular el uso, sopesar el exterior atrayente o cavilar sobre el precio. Tampoco le importa disgustar, si el ofendido lo es por sus limitaciones o la penuria de su entendimiento. Esto es un baile sincopado, colectivo, de intercambios gráciles y complejidad sencilla, en el que tienes permiso para estar o simplemente no estás, porque los dioses te relegaron con justicia al romperse la cornucopia. Inaugura así Ginés su propia modalidad de estar en poesía. No la del creador que busca ser memorable en una oralidad reproducible a lo largo de los siglos, como fue el caso de esos remotos bardos y cantores épicos. No la de quienes, Gutenberg mediante, aun imprimiendo sus poemas, buscan que estos resulten lapidarios y perennes, como esculpidos a cincel y sobre piedra. Sino la de quien es poiesis encarnada, estremecimiento in fieri, una verbalidad en incansable estar brotando, avanzando y transformándose.

OCHO. Nada tiene que ver esta fenomenología con ser culto, con haber abarcado o trasegado muchos libros, con controlar referencias de saberes reglados y planes de estudios o con haberse acreditado de turista en museos de momias, maniquíes y montajes. Menos aún, con apuntarse a una ideología de moda, con inclinar la cerviz ante unos partidos políticos que se apoderan de las instituciones vendiendo impostadas salvaciones. No se emparenta con ese paternalismo santurrón que llaman compromiso. Con el negocio de vender falsas bondades como buleros progresistas al uso. Está, antes bien, dicha casuística afiliada a las benditas desigualdades del azar, que son las que fundan cualquier axiología o clasificación de valores que merezca la pena. Ello, hablando sin aspirar a quedar bien con los inútiles, como quien perorase ante los más parvos o crédulos de la guardería, tal es corriente en esta coyuntura de adulación e inmerecida afluencia. Se trata, pues, de un aristocratismo de partida, no de un elitismo de llegada, de una inteligencia disfrutada sin cortapisas ni laboriosidad impertinente, de aquella especificidad por definir, en suma, que ni se compra ni te la hacen llegar como dádiva en una redistribución forzada, inverosímil y postiza que viniese dispensada por cualquier doxa ministerial.

Su escritura, como su pintura o sus dibujos, no gobierna unas fronteras fijas ni conserva una delineación concluyente o cerrada

NUEVE. Bastantes más son las publicaciones de Ginés Liébana disponibles que no se han podido mencionar aquí, e ingente la obra inédita o pendiente contenida en sus cuadernos. Su escritura, como su pintura o sus dibujos, no gobierna unas fronteras fijas ni conserva una delineación concluyente o cerrada, toda vez que las tres órbitas son, tal y como se ha descrito, cauce heraclitiano, menester de ave fénix y espacio de permutaciones. Un arsenal de símbolos, fetiches y amuletos en el que impera un feraz vitalismo en perpetuo hacerse y deshacerse. Sus mejores libros podrían ser aquellos más propiamente poéticos y mistéricos, por lo general dados a la imprenta en su ya prolongada madurez, títulos como La equis mística (Madrid: Biblioteca Nueva, 2005), con un magnífico prólogo que firma la ministra Carmen Calvo; Cantes al Amorsillega (Villa del Río: Ayuntamiento, 2009), que porta el revelador subtítulo de «Claves para consonar la compasión y el grito en la zanja de los columbarios flamencos»; Cautivo placer acorazado (Villa del Río: Ayuntamiento, 2011) o La lira manantiálica (Madrid: Ediciones Antígona, 2014), que cuenta con sagaces textos de Luis Antonio de Villena y Pilar García Montañés.

En estos últimos poemarios, el hilo de la voz se torna más afilado, el tono es más críptico, oblicuo y enigmático, la economía de recursos más severa, metafórica y reflexiva. Como si quien escribe quisiera entornar los ojos y convocar las huestes de su inteligencia para, desde la serenidad, concentrarse intensamente en lo que estima más.