Cada vez que cruzo el puente desde mi casa hacia la avenida Augusta, no puedo dejar de mirar los restos arqueológicos. La imaginación le pone arcos y columnas a lo que ya no es más que moho y oscuridad. Lo que fue el palacio de Maximiano se ha perdido en un tiempo del que nos separan dieciocho siglos. Pero ahí en lo hondo están las piedras, los cimientos, algunos metros de pobre pared negra con la que imaginar aquella grandeza. Las casas de funcionarios y esclavos, los salones de baile y los aposentos para descanso del emperador, los capiteles y los arcos, la conducción del agua y sus aljibes. Nada pudo salvarse, porque la obra de la nueva estación de Córdoba debía estar terminada para su inauguración en 1992, el quinto centenario del descubrimiento de América. La mitad del palacio yace bajo el subsuelo de Cercadilla, los aparcamientos del AVE, el paseo de Córdoba, los jardines y el sótano de la estación de autobuses. Fragmentos de vida, de otras vidas de placer y riqueza junto a las de sobras y estrecheces. ¿Y quizá también de pandemias? Una reflexión a orillas del covid.