HISTORIAS DE CENTRO

El rey cruel y el mesonero canalla

La joven apareció por una puerta entreabierta y le dijo: «Caballero, no durmáis»

Posada del Potro

Posada del Potro / FRANCISCO GONZÁLEZ

La mesura no es, precisamente, una de las principales virtudes de los malos de las leyendas. Son tan, tan malos, que asustan al propio miedo y sus fechorías tienen a todo el mundo en un sinvivir durante toda la narración porque lo suyo con la maldad es un no parar. 

Córdoba está repleta de rincones con encanto, esos que llamamos mágicos, como la plaza del Potro, el lugar en el que antiguamente se compraban y vendían caballos y mulos, como recuerda su preciosa fuente del siglo XVI. Aquí se encuentra la Posada del Potro, una antigua casa de vecinos del siglo XV, un corral de toda la vida, que se convirtió en fonda y mesón para dar descanso a los viajeros y en el escenario de la poco verosímil leyenda del mesonero canalla que al final acabó su vida de muy mala manera. 

La historia la recoge el escritor Teodomiro Ramírez de Arellano (¡cómo no!) en sus Paseos por Córdoba. Cuenta que en esta plaza había una posada regentada por «un hombre de cortísima estatura, corcovado y de traidora mirada, el cual había llegado a adquirir entre sus convecinos gran fama de rico y malintencionado». Estaba él trabajando en su negocio durante una noche de tormenta terrible cuando «se vio penetrar en el mesón y sobre un fogoso caballo a un apuesto y aguerrido joven que por su traje dio a conocer ser capitán de las tropas del Rey D. Pedro, apellidado el Cruel», motivo por el que los presentes se descubrieron como señal de respeto ante el recién llegado. Su presencia llamó la atención de una hermosa joven, bien educada, que según decían era la hija del mesonero-posadero, aunque su elegancia y buenos modales parecían desmentirlo. El joven, como es de suponer en estos cuentos, se fijó en ella y el posadero la invitó a quitarse de en medio de malas maneras mientras le ofrecía al caballero sus mejores vinos y viandas. Y claro, le sacó conversación para saber más del forastero. «Vais a Sevilla? ¿Tal vez allí os espera el Rey?», le espetó , a lo que el joven le respondió, permítanme la licencia lingüística, algo similar a un «¿y a usted qué le importa?». Total, que empezaron muy mal. 

El caso es que el joven se retira a dormir a la mejor habitación de la fonda acompañado por el posadero y en el camino, de repente, aparece la chica tras una discreta puerta entreabierta y le dice «Caballero, no durmáis, --cerrando a seguida para que no se apercibiesen de lo ocurrido--». Así que el hombre llegó al cuarto con la mosca detrás de la oreja. Se quedó en un rincón, espada en mano, guardando silencio, pendiente de cualquier movimiento y comenzó a oír un ruido extraño cuyo origen desconocía, hasta que vio que bajo la cama donde él debería estar reposando se abría una trampilla y de ella salía el mesonero. En el recorrido se volvió a encontrar con la muchacha, que le dijo:«Por aquí, caballero, por aquí; idos y contad al Rey lo que pasa en el mesón del Potro». Y el joven, sin pegar ojo, pidió la cuenta y se fue. 

Al llegar a Sevilla le contó al rey lo sucedido y Pedro I (que al parecer no tenía mucho que hacer) se presentó por sorpresa en Córdoba al mes siguiente con sus tropas y caballeros. Unos y otros entraron en el mesón y encontraron la trampilla, en la que estaba la joven, que se echó a los pies del monarca pidiendo venganza. Hallaron también «infinidad de cadáveres y encontraron cuantiosas alhajas y ropas robadas a los desgraciados que sufrieron la muerte cuando tranquilos y confiados se entregaban al sueño; de uno de ellos era hija la encantadora y desgraciada joven que tanto interesó al capitán». Así que Pedro I, el Cruel para sus enemigos, el Justiciero para sus partidarios, ordenó que ataran los brazos del posadero a la reja del mesón y los pies a dos caballos y añadió: «Azotadlos para que al empuje lo despedacen». Sin pestañear, vamos. «Momentos después los brazos del mesonero pendían de la reja, el cuerpo había sido arrastrado hacia la calle de Lineros». 

Y en ese ambiente tan poco tenso, «D. Pedro entregó al capitán como esposa a la bella joven, que era noble y honrada, con todas las riquezas que allí se encontraron». 

Y así acaba el cuento, con la boda de los dos jóvenes hermosos cuya bondad es recompensada con creces. Y comieron felices y comieron perdices. Lo que no sé es qué sucedió después con el mesón y la posada, si se vendió, se traspasó o qué. A ver si me entero.