obituario

Juan José Redondo Muñoz, despedida a un padre poeta

Juan José Redondo Muñoz.

Juan José Redondo Muñoz. / CÓRDOBA

Juan Enrique Redondo Cantueso

Si hay algo más difícil y exigente que glosar la figura de un padre es hacerlo además sobre un escritor y un cristiano ejemplar. Todos esos rasgos confluyen en la figura de Juan José Redondo Muñoz, mi padre, nacido en Pozoblanco en el seno de una familia sencilla y de profundas raíces cristianas.

Desde pequeño mostró interés por todo lo religioso, de hecho partió a Córdoba para estudiar en el seminario de San Pelagio. Pero al igual que la vocación llega de un soplo, de un sentimiento irrefrenable hacia lo trascendente, también se marcha sin avisar. Unos años más tarde se enamoraría al ver pasar por las calles de San Lorenzo a una guapa chica de Acción Católica, aquella que sería su esposa, Emilia.

Fue un trabajador incansable, vendedor de libros puerta a puerta, comercial de ultramarinos, maestro de primera enseñanza o contable en una empresa de joyería que por fin pudo ver cumplido el sueño de ser librero ya en el último tramo de su carrera profesional. Porque, sin duda, su mayor afición fue la literatura, como lector empedernido o como escritor de múltiples facetas. Siempre rodeado de libros, con un poema a punto y, cómo no, embarcado en alguno de sus artículos de prensa. Durante los años 80 y 90 fue colaborador de esta casa en Cartas al director, desde donde continuamente trató de transmitir unos valores a los que nunca renunció.  

Su gran pasión de lector y escritor, tanto en prosa como en verso, nos ha legado un total de quince libros, cientos de artículos en tres periódicos de la capital a lo largo de cincuenta años, y lo que más pudo disfrutar en los últimos tiempos, tener un hijo que continuara su pasión por la escritura. Sus obras dejaban un poso de ternura y un mensaje de esperanza para afrontar la vida con una sonrisa. Los que le quisimos siempre recordaremos sus palabras tiernas, su frase moralizante en el justo momento o alguna cita del Evangelio que, fueras creyente o no, podía ayudarte en cualquier situación.

Su lucha contra la enfermedad fue un ejemplo de fe, de amor y de entrega a Dios. “Esto es lo que hay y tengo que luchar”, decía. Afrontó esa batalla con una sonrisa y con una oración omnipresente en los labios. No poder ir a misa el domingo a su parroquia le hizo sufrir, era su momento de oración y de compartir con las amistades. Allí pasó muchos momentos profundos e inolvidables, no obstante, fue uno de los primeros laicos en ponerse a disposición del párroco para construir un barrio mejor, la barriada de Edisol, que a comienzos de los setenta comenzaba a extenderse.

Se nos ha ido un hombre sencillo, buen amigo, de profundas convicciones religiosas, un reparador de sueños, un idealista. Allá donde esté contará con el amor de los que le quisieron y respetaron. Le gustaba repetir cuando hablábamos del final que presagiaba, recordando a su adorado Juan Ramón Jiménez: “Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando”.

Recordaremos siempre el valor que derrochó para ser firme en sus creencias a pesar de las dificultades y su lucha incansable por ser un padre ejemplar, un esposo amante y un hombre bueno.

¡Gracias, padre, hasta el reencuentro!