Hace tres décadas aún estábamos en el siglo XX, a las puertas del quinto Centenario y de la crisis del 93. La peseta se iría devaluando mientras comenzaba el ascenso del paro, que llegaría a superar el 20%. También sufríamos una sequía severa (1991-1995). El siglo XX estaba terminando.

Entonces, a principios de los años 90, uno de cada diez ocupados trabajaba en la agricultura. Hoy, esta cifra se ha reducido a más de la mitad y apenas supera el 4%. A principios de los noventa había dos agricultores familiares por cada asalariado agrario. Hoy, esta relación es exactamente al revés, hay dos asalariados por cada agricultor familiar. A principios de los 90 casi uno de cada tres habitantes en municipios de menos de 5.000 habitantes trabajaba en la agricultura, dos décadas más tarde lo hacían menos de la mitad. Hoy en día estimamos que solo el 8% de quienes residen en municipios menores de 10.000 habitantes trabajan en el sector agropecuario. La agricultura actual es otra, poco tiene que ver con aquella actividad que organizaba la vida rural. Tampoco ya es una actividad familiar. El proceso de modernización e integración de la actividad agropecuaria en los circuitos globales de valor ha separado definitivamente el mundo agrario de la vida rural.

Pero no solo ha cambiado la agricultura, también lo han venido haciendo los pueblos. Han orientado sus actividades hacia nuevas áreas de gestión y protección ambiental, a la puesta en valor de sus recursos turísticos, y al desarrollo alimentario artesanal. La apuesta de Europa por el desarrollo rural y la multifuncionalidad establece un nuevo marco de relación rural-urbana y de resignificación de la vida rural.

Pero además de las transformaciones económicas había otros procesos de cambio que se venían arrastrando de atrás. La desagrarización era la compañera de la modernización social de la España de postguerra y se dedicaba a transportar la población del campo a la ciudad. Las ciudades durante el siglo XX iban concentrando mano de obra, recursos y conocimiento dentro de un modelo de acumulación basado en la reducción de los costes mediante el triunfo de las economías de escala. Crecían las ciudades, se iban haciendo metropolitanas mientras los pueblos se situaban en la periferia del modelo de actividad económica.

"Más de la mitad de quienes viven en las áreas rurales trabajan fuera de ellas"

El siglo XXI arranca con los déficits que el continuado éxodo rural de personas y de proyectos vitales había venido produciendo. Hay pocos jóvenes en los pueblos en la medida en que la búsqueda de formación y las oportunidades de promoción los han llevado a los centros urbanos. Hay menos mujeres porque para ellas el escenario de proyectos de vida quedaba aún más restringido dentro de la dominancia de modelos familiares de rancio sabor patriarcal y de escasos empleos cualificados.

Las áreas rurales amanecen en el siglo XXI pagando el precio de la modernidad fraguada durante la segunda mitad del siglo XX, y sobre estos rescoldos se van añadiendo los efectos de las transiciones demográficas —envejecimiento y reducción de la fecundidad— que afectan al conjunto de la sociedad Europea y que construyen el imaginario del mundo vacío.

Pero no seamos dramáticos, las áreas rurales no han desaparecido. En ellas, viven personas, suceden cosas y son un referente del desarrollo de nuestra sociedad global, avanzadamente postmoderna.

Las áreas rurales, bajo el manto de la nueva ruralidad, de una ruralidad menos agraria y más híbrida, se han transformado. Silenciosamente han desarrollado un sistema de vida cuyo soporte es la movilidad. Más de la mitad de quienes viven en las áreas rurales trabajan fuera de ellas. Silenciosamente también las áreas rurales se han hecho más cosmopolitas, han venido familias de otros lugares incorporando nuevos proyectos de vida. La próxima generación de rurales es muy diversa: en nuestros pueblos la quinta parte de quienes están dejando de ser adolescentes tiene origen extranjero.

Pero la movilidad genera desigualdades. No todos los habitantes rurales tienen las mismas oportunidades cuando sus movimientos dependen exclusivamente de la movilidad privada. Trabajo y servicios implican desplazarse.

"Seguimos pensando que los pueblos quedaron parados en el tiempo sin llegar a apreciar el enorme futuro que encierran"

La movilidad ha sido una respuesta silenciosa al avance de las políticas públicas que bajo el mantra de la eficiencia consideran la prestación de los servicios públicos en términos de costes propios de la empresa privada, y alejadas de los principios que inspira el Estado del Bienestar para maximizar la población atendida. Y así, los habitantes rurales, crecientemente dependientes de la movilidad y obligados incumplidores de los estándares de densidad rentable que establecen las agencias, ven cómo los operadores se retiran mientras experimentan una sensación amarga por verse como ciudadanos de segunda.

El otro gran cambio, la inmigración ha quedado velada. La importancia que tiene la población que durante el siglo XXI ha venido llegando hasta nuestros pueblos sigue sin tener reconocimiento como sujetos y como actores del desarrollo. La diversidad cultural abre una oportunidad enorme, especialmente dentro de la apuesta de innovación y desarrollo post-productivo en el que se encuentran las áreas rurales, una oportunidad que no queremos ver. El cosmopolitismo rural es un cosmopolitismo frágil.

¿Cuántas cosas han sucedido en tres décadas? La crisis del 93 quedó corta ante los efectos de la Gran Depresión global del 2008. En el 2019 la pandemia dibuja un paisaje de nueva incertidumbre. En este cúmulo de crisis y transformaciones tal vez lo único que no hayamos querido cambiar durante estos años es nuestra mirada sobre el medio rural. Seguimos pensando que los pueblos quedaron parados en el tiempo sin llegar a apreciar el enorme futuro que encierran.