El pueblo gitano celebra hoy su día, un 8 de abril marcado por una pandemia que dura ya demasiado y que ha ahondado en las dificultades de integración social de muchos colectivos. La Fundación Secretariado Gitano de Córdoba dedica este año la efemérides a sus mayores, a los que reconoce los valores transmitidos durante generaciones y el orgullo de identidad, al mismo tiempo que reivindica empleo decente, educación de calidad, vivienda digna y el derecho a la no discriminación. Fran Jiménez, presidente de la entidad en Córdoba, cree que en las últimas décadas los gitanos han dado un gran salto hacia el progreso del que las mujeres están siendo protagonistas. «Como en la mayoría de los cambios sociales, ellas son las que más se están implicando en mejorar sus oportunidades de empleo y formación», afirma, «aunque la pandemia y las necesidades de cuidado de mayores y niños, sumado al descenso de las oportunidades laborales, han frenado ese motor, sobre todo, en las familias que se encontraban en situación de pobreza y que se han visto expulsadas del mercado laboral». Jiménez destaca además la necesidad de combatir el discurso de discriminación alimentado en las redes sociales durante la pandemia «y que se ha cebado con la comunidad gitana, señalándola como incumplidora de normas».

Soledad Correas, 26 años

La pandemia ha traído también consigo oportunidades laborales para quienes habían invertido en su formación antes de que empezara la crisis sanitaria. Es el caso de Soledad Correas, una joven gitana que firmó hace muy poco su primer contrato indefinido. «Yo siempre soñé con ser policía o guardia civil, pero por circunstancias familiares no lo llegué a intentar», explica. Cuando obtuvo el Graduado Escolar, dejó los estudios para dedicarse al negocio familiar, la venta ambulante. «Con los años, me di cuenta de que eso no era lo que yo quería y me apunté a un curso de comercio para formarme», recuerda, «las prácticas eran en Leroy Merlin y estuve seis meses con ellos, acabé en septiembre y en diciembre del 2019, volví para hacer sustituciones». El 9 de marzo se incorporó de nuevo a la plantilla. Unos días después, empezó el confinamiento y entró en el erte hasta que la actividad se reanudó en el mes de mayo. «Cuando se me cumplió el contrato, me hicieron indefinida y hasta hoy». Soledad asegura que desde el primer momento se esforzó al máximo por estar a la altura. «Aunque a primera vista hay quien no sabe que soy gitana, yo siempre lo he dicho porque estoy orgullosa de lo que soy aunque eso implique tener que luchar contra el estereotipo de que las mujeres gitanas no estudian ni trabajan», comenta, «cuando tú no entras en ese molde a la gente se le rompen los esquemas, hasta que ve que funcionas y empiezan a confiar en ti».

La menor de cinco hermanos, Soledad siempre ha tenido apoyo de sus padres para estudiar. «Yo he nacido en el mercadillo, pero eso es algo que no me llamaba, yo quería salir del círculo familiar y trabajar en otra cosa», asegura sin tapujos, al tiempo que confiesa que el machismo siempre estuvo ahí. «Los niños siempre tienen más libertad, a las mujeres nos protegen mucho más». En el día del pueblo gitano, llama a los suyos a «unirse porque la unión hace la fuerza y a luchar por nuestros derechos dejando atrás los prejuicios». En su opinión, la mejor generación para avanzar hacia esa meta es la suya. «Somos muchos los que queremos luchar por lo que somos y marcar la diferencia».

Ana Plantón es vendedora ambulante desde hace 30 años. MANUEL MURILLO

Ana Plantón, 51 años

Ana Plantón es vendedora ambulante desde hace 30 años, cuando se casó con su marido. En su puesto, se encuentran calcetines, camisetas, sujetadores y también pendientes y productos de cosmética, aunque el producto estrella son las bragas y los boxers. Su grito de guerra en el mercado es «vendo barato, aprovéchate», con el que se mete en el bolsillo a clientas ocasionales y a sus seguidoras de siempre. «Nosotros comemos de esto», comenta, «es el negocio familiar, aunque la pandemia ha dado un puntillazo más a nuestro sector, que venía arrastrando la crisis del 2008».

A Ana no le gusta quejarse mucho. «Nosotros nos adaptamos a lo que hay para salir adelante, pero no voy a negar que a veces es duro», afirma. Quizás por eso, sueña otra vida para su hija de 15 años. «Yo empecé en esto muy chica, con mi padre, me daba vergüenza vender hasta que me acostumbré», recuerda, «ahora mi niña está estudiando para aspirar a un trabajo estable con un sueldo fijo y seguro». Cuando habla de su propio futuro, cree que sería muy complicado reinventarse, aunque a veces no le faltan ganas. «Hay días que piensas que no sabes hacer nada más que estar en el mercadillo y otros que dices pero soy escaparatista porque todos los días pongo mi puesto, podría ser buena comercial porque compro y vendo, sé conducir una furgoneta, en fin, que sé hacer muchas cosas». En el plano personal, también cree que las cosas serán muy distintas para su descendencia. «Yo me casé con 22 años, era joven aunque no una niña, como en otros casos», aclara, «mi hija igual llega a la Universidad, es muy lista y tiene mucho interés por los estudios, a mí me encantaría que lo hiciera». Según cuenta, hay quien piensa que no es gitana. «A mí no me gusta que me digan que no parezco gitana solo porque no cumplo con el molde que la gente tiene en la cabeza, eso demuestra que todavía hay ese prejuicio».

Josefa Heredia, divorciada desde hace 12 años, anima a sus nietos a estudiar para mejorar su futuro. FRANCISCO GONZÁLEZ

Josefa Heredia, 63 años

Josefa Heredia, mamá Pepi de puertas adentro, es otra mujer gitana que a su manera ha roto estereotipos relacionados con el mundo gitano. Madre de cuatro hijos, dos varones y dos hembras, dejó de estudiar siendo una niña para ayudar en casa, como hicieron sus hijas cuando llegó el momento, para que Josefa, casada con un vendedor ambulante, pudiera ayudar en el negocio familiar. Todo fue muy tradicional hasta hace doce años. Desde entonces, está «felizmente divorciada» y vive sola, un paso muy importante en su vida que la obligó a anteponer su futuro a las estrictas convenciones sociales. Andado el tiempo, se arrepiente de haber consentido que sus hijas dejaran los estudios, «sobre todo la pequeña, que era una fenómena y sacaba muy buenas notas, pero no me quedó más remedio», confiesa, «en el mercadillo se ganaba bien en aquel momento y yo tendría que haber cogido a alguien para quedarse en casa y que ellas siguieran estudiando, pero eso es algo que en su momento ni se planteaba». Ahora, se ha convertido en una defensora a ultranza del futuro profesional de sus nietas y nietos. «Tengo una que quiere ser notaria», asegura, «yo les insisto a todos en que tienen que esforzarse y prepararse al máximo para tener un futuro, que tengan muchas más opciones que la venta ambulante», sentencia. Cuando echa la vista atrás, tiene claro que la vida de ahora ha liberado de muchas cosas a las mujeres gitanas. «Mi hermana y yo vivimos un calvario toda la vida, era otra época, nos casamos demasiado jóvenes, no como las chicas de ahora, nosotras éramos tontas del bote», bromea sincera. Sobre su exmarido prefiere no hablar por respeto a sus hijos, aunque asegura que después del divorcio se dio cuenta de que sola se vive muy bien. «Ahora vivo volcada en la iglesia, en mi familia y soy muy feliz», afirma convencida. Orgullosa de sus raíces gitanas, cree que sigue habiendo prejuicios sociales contra su pueblo, aunque afirma que a cada uno le definen sus hechos y que ese es el camino para cambiar las cosas. «Yo nunca he tenido un problema con mis vecinas ni con nadie por ser gitana», comenta convencida. Tres de sus hijos ya están casados. Ahora le falta solo uno. «¿Que a quién quiero para él? Pues me gustaría que fuera una mujer gitana, no te voy a engañar, pero sobre todo que fuera buena persona y que creyera en Dios, por encima de su raza, quisiera que fuera creyente y que quisiera mucho a mi hijo, no pido más».

Manuel Flores es maestro y está dando clases en un colegio de Córdoba. MANUEL MURILLO

Manuel Flores, 25 años

Junto a las mujeres, hay también muchos hombres comprometidos con el avance en igualdad del pueblo gitano, sin perder las raíces. Uno de ellos es Manuel Flores. Maestro de profesión, ahora mismo está contratado en un colegio concertado como parte del personal de refuerzo covid, además de dar clases en la Fundación Secretariado Gitano y completar su jornada en un comedor escolar. «Acabé la carrera en el 2017 y me fui un año a Toulouse a estudiar francés», recuerda, «cuando volví a Córdoba, me saqué la mención para dar clases de francés y el año pasado, justo antes de la pandemia, me llamaron para una sustitución». Luego, recién acabado el confinamiento, lo reclamaron para cubrir una plaza en otro colegio y allí estuvo de tutor de 5º de Primaria un trimestre. Según relata, su padre, gitano de 66 años, es guía turístico y en su juventud recorrió medio mundo. «Se marchó a Madrid y allí estudió Turismo, luego se fue a Suiza, Inglaterra y aprendió a hablar inglés, francés, italiano y japonés», todo un desafío para cualquier joven de la época. «Se embarcó en esa búsqueda para estudiar mientras trabajaba para ganarse la vida», explica Manuel, que ha heredado de su padre el afán por aprender y la cultura del esfuerzo. «Mis padres siempre me han inculcado la importancia de tener una buena educación y formarse». Orgulloso de sus raíces, nunca se ha sentido discriminado, pero cree que hay una prueba infalible para ver si alguien tiene prejuicios hacia los gitanos o no. «Si alguien me dice ¡qué gitano eres!, yo entiendo que piensa que soy respetuoso, noble, bueno, que tengo arte y que respeto a mis mayores, pero hay quien te dice ¡qué gitano eres! en sentido peyorativo, dando a entender que eres un trápala, un chorizo o algo chungo», explica, «yo reivindico ser gitano desde el orgullo de serlo, por los valores positivos que representa, igual que estoy orgulloso de ser andaluz o español, de cuya cultura nosotros somos una parte esencial, en todas partes hay gente buena y mala, no se puede generalizar».