Tras las puertas de la residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, Manuel Prieto aguarda, camuflado bajo un silencio imponente que solo rompe la pesa de un antiguo reloj de pie, el sonido del teléfono o la visita de algún familiar. Desde la prudencia con la que esquiva las miradas, cuenta que, desde las 16.00 hasta las 19.00, colabora con las hermanas en labores de recepción. Así se entretiene. Cuando las restricciones lo permiten, sale una hora y media por las mañanas a la calle. Algunas tardes, mata el tiempo calculando movimientos de dominó con algunos compañeros. "Así pasa el tiempo que se las pela uno", dice. Y entre dominós, paseos furtivos y misas, han transcurrido dos meses desde que se vacunó contra el covid-19.

Aquel 27 de diciembre, un barullo de profesionales sanitarios, medios de comunicación y curiosos interrumpieron la eterna tranquilidad de un espacio arropado por el rezo diario y que, durante los meses duros de pandemia, tuvo que redoblar el silencio de sus instancias en pro de la seguridad de sus residentes. No era para menos, Manuel Prieto se convirtió en el primer vacunado contra el coronavirus en la provincia de Córdoba. Ahora, alejados del murmullo, los días entre aquellas paredes transcurren con la serena tranquilidad de la vida "normal" de sus habitantes. "Aquí seguimos igual que hace dos meses. Todo el mundo con mascarilla y cuando se ha podido salir se ha salido", cuenta Manuel. En fin, "normal", como si no lo hubieran vacunado. "No he notado ningún efecto ni he notado nada", asegura. Eso sí, poco a poco, han ido recuperando ciertas rutinas. Pero no cesan las pruebas ni los bastoncillos por la nariz que tanto le incomodan. A pesar de ello, lo entiende. "Porque cuando hay algún problema ya lo pagamos todos", añade.

Manuel Prieto, primer vacunado contra el coronavirus en Córdoba. A.J. GONZÁLEZ

Manuel Prieto, a sus 77 años, ha visto pasar su vida entre las calles de su Galicia natal y de su Córdoba, aunque la mayor parte de sus años -más de 40- los ha pasado maravillándose de la Mezquita. Porque, como él mismo asegura haber comprobado, no es lo mismo cuando te la cuentan que cuando la contemplas. Al igual que sucede con la Catedral de Santiago de Compostela de su otra tierra. Pero donde mejor le podía haber pillado esta situación "es aquí". "Porque yo vivía solo", precisa. "Para mí no son hermanas, son madres", cuenta sobre las monjas que cuidan aquel hogar. "Aquí te tratan de maravilla. Como una madre cuida a un hijo". A Manuel, las restricciones no le alteran su tranquilidad, pero "ojalá estuviera todo el mundo (vacunado) y pudiéramos quitarnos la careta", concluye. Y vuelve tras la seguridad de la recepción. Esta vez no hay visitas. Pulsa el botón de un micrófono: "Pilar, la estamos esperando".

Recuperando los detalles

Pilar asoma con ímpetu a través del primer patio de la residencia. La impulsan sus ganas de elogiar a su familia y a sus monjas. En su opinión, tiene dos familias: una fuera y otra dentro. A sus casi 90 años, se convirtió hace dos meses en otra de las primeras mayores en vacunarse en Córdoba contra el covid-19 y, como Manuel, no ha notado nada, pero sí que resalta que las vacunas han ayudado a recuperar el modo de vida anterior a la pandemia. En cierta medida. "Nos han tenido bastante, bastante tiempo haciendo dos turnos, para que no estuviéramos tantos juntos", dice. "Estuvimos más de un mes aisladas, sin poder salir ni al pasillo". "Nos traían la comida, se llevaban la ropa sucia, se traían la ropa limpia, entraban a limpiarnos la habitación", cuenta. Todo ello por "el miedo de que nos contagiáramos unas a otras". Ella, además, estuvo aislada con síntomas, pero dio negativo.

A Pilar le gusta o, simplemente, le nace observar los detalles. Las vacunas han hecho posibles pequeños detalles, como que en el comedor vuelvan a sentarse acompañados. A eso hay que sumar el trato que, según ellas, reciben de las hermanas. Para ella "son únicas". "¡Cómo nos hacen la vida de agradable!", exclama. Y es que ella no dudó en irse allí. Conocía aquel lugar por la buena relación de su padre con un capellán que vivía en una de las habitaciones y las visitas que ambos le hacían. Además, sus creencias la llevaron a entablar amistad incluso con alguna de las hermanas. Por eso, antes de entrar, rondaba por su cabeza la idea de residir en aquel lugar de la calle Buen Pastor. Una rotura de cadera aceleró la decisión. "Yo me voy con mis monjas ya", dijo hace cuatro años. Ahora no le cabe duda: "Estoy muy contenta de estar aquí", asegura entusiasmada.

Las restricciones para salir no han supuesto ni suponen un problema para ella. Ni, en su opinión, para gran parte de los residentes, ya que, según cuenta, la mayoría no sale. Cuando le apetece andar, ella coge su rosario y recorre los numerosos patios del recinto. Hasta 21 dice que tiene. Lo que, quizás, si cree que ha podido afectar un poco más a sus compañeros es la visita de los familiares durante la pandemia.

Pilar abre la puerta de la sala de visitas. Avisa a Manuel e insiste en revelar parte de su recorrido -la permitida a visitantes-. Cruza el primer patio, entra al segundo. En el patio de las columnas, levanta su mirada hacia el cielo abierto. En un pasillo, abre las puertas a otra sala habilitada para visitas, donde hay una pantalla para ver cine y un escenario para disfrutar de un teatro. Cierra y el viaje de vuelta concluye en Manuel, de nuevo. Para Pilar, "la vida aquí es totalmente normal". Y quizás esa normalidad sea ya bastante.