Dicen que la sangre es el lazo más fuerte que une a las familias, pero igual quien se inventó esa frase no había conocido aún el fenómeno de las familias de acogida, personas que se deciden a recibir en su casa a niños con una trayectoria vital complicada, cargada de malos tragos, conscientes de que lo más probable es que acaben con otra familia. «A veces me dicen: ¿cómo te sientes cuando te lo quitan?», comenta Eva, «y siempre digo lo mismo, no me pueden quitar lo que no es mío, los niños se van y a ti te queda la satisfacción de haberlos conocido y de haber cumplido tu misión». Esa es la filosofía que está detrás del acogimiento familiar, una aventura «enriquecedora» que Eva y Paco iniciaron hace casi una década. Ella siempre tuvo esa inquietud y empezó a interesarse por el tema poco después de que naciera su hijo, que ahora tiene 15 años, y que ha crecido rodeado de hermanos de corazón. «Empezamos siendo familia colaboradora, recibiendo a niños los fines de semana y vacaciones y enseguida quisimos ir a más cuando nos dimos cuenta de la falta que hacía porque hay muchos menores en los centros de protección».

El primero que llegó a casa fue S., que tiene una discapacidad psíquica de más del 40%. «Los niños con necesidades especiales tienen poca salida en adopción y, si no están con una familia de acogida, pueden pasarse toda la vida en centros», explica. Luego llegó una niña, también con necesidades especiales, que sufría hidrocefalia congénita, aunque, desde que la recibieron, su salud ha dado un giro de 180 grados. «Se suponía que iba a tener muchos problemas y una movilidad muy reducida, pero tiene dos años y ya come, habla, salta y le han dado el alta médica».

Además de estos dos pequeños, que han pasado a residir con ellos en acogimiento permanente, reciben casos de acogimiento urgente, sobre todo, bebés, como el que ahora reside con ellos. En estos años, han pasado una decena de menores «y mantenemos el contacto con todos ellos», dice feliz Eva, que confiesa empatizar con los niños de un modo especial porque ella misma estuvo interna de pequeña y sabe lo que es vivir alejada de un núcleo familiar a esas edades.

Eva es agente de seguros y su marido está en casa, de ahí que sea posible ofrecer ambas modalidades de acogimiento, ya que se exige que haya una persona que tenga plena dedicación. Entre los dos se reparten las tareas que supone tener cuatro menores en casa, dos de los cuales deben acudir periódicamente a las visitas con sus familias biológicas, que tienen lugar en un punto de encuentro. Más que en una casa normal, los padres de acogida tienen que hacer de psicólogos. No en vano, los niños vienen con historias muy duras de abusos, de desprecio, de abandono, detrás. Al cabo de cierto tiempo el cambio se hace visible. «Vienen normalmente con muy poco pelo y una expresión apagada, los pediatras te lo dicen, el pelo se les pone brillante y les cambia la cara».

En casa, aunque hay enfados como en cualquiera, hacen esfuerzos para que todos encajen bien. «Hay que implicarlos en el cuidado del que llega nuevo para que no se sientan excluidos, pero los acogen con mucho cariño», explica Eva, que ya ha tenido que despedir a más de uno. «Cuando se van es triste, yo lo paso mal sobre todo cuando les preparo el equipaje, pero a la vez estoy contenta por ellos. Si se van es porque su futuro se ha encarrilado y, si ellos están bien, yo también».