Mirada triste y un cansancio insondable. Desolación infinita. Hastío. Si es cierto que el rostro es el espejo del alma, la de Manuel Gómez está llena de desesperanza.

Manolo apenas tuvo infancia. Empezó a trabajar siendo un niño, ayudando en el campo a su padre, agricultor, guardando cabras o recogiendo aceitunas. Vino al mundo en 1956, en el seno de una familia numerosa y siempre soñó con prosperar. Hombre de espíritu inquieto y emprendedor, a los 24 años, poco antes de casarse, decidió montar su propia empresa y pidió un préstamo a su padre. "La vas a montar con tus hermanos", le dijo, y así fue. Hermanos Gómez Persianas echó a andar en 1980. Con mucho esfuerzo, el negocio fue ampliando su oferta hasta abarcar carpintería metálica, puertas automáticas y montajes de todo tipo, al tiempo que se consolidaba en el sector.

"Desde que empezamos hasta el 2007, todos los años hemos cerrado un poco mejor que el anterior", señala Manuel, que en los años noventa facturaba 90 millones de pesetas anuales. Todos los beneficios se reinvirtieron en la empresa y en la contratación de empleados. "Hemos llegado a ser unos 25 trabajadores, entre ellos mis cuatro hijos, pero ya quedamos menos de la mitad", explica. Nunca vivió por encima de sus posibilidades. "En la época de vacas gordas, ahorré como una hormiguita, un dinero que he ido gastando desde el 2007 para tirar hacia adelante y cubrir los agujeros que las constructoras han ido dejando a su paso, al quebrar y dejar deudas sin pagar". Lo que más frustra a Manolo es no haber cumplido su palabra. "Me propuse cerrar la empresa el primer día que no pudiera pagar a mis empleados y ya les debo varios meses", comenta impotente.

A día de hoy, calcula que su empresa adeuda alrededor de 200.000 euros, una cantidad que ya no puede asumir porque a él le deben más de un millón. "A mí nunca me gustó trabajar a grandes constructoras, pero cuando empezó la crisis, viendo que el trabajo empezaba a disminuir, decidimos coger todo lo que iba llegando, lo que no podíamos prever es que muchas de esas obras que se han hecho, no llegarían a pagarse".

En esa huida hacia adelante, que empezó en el 2007, Manolo aceptó encargos de gran envergadura, él y los suyos trabajaron a destajo intentando terminar lo que estaba empezado para cobrarlo cuanto antes, apurando costes, ajustando los tiempos de entrega... hasta que esa especie de dominó incontrolado dejó caer el peso de los pagarés devueltos sobre la espalda de las pequeñas empresas. "Los concursos de acreedores son un negocio para las constructoras, que pueden hacernos una quita a nosotros y dejarnos a deber miles de euros", afirma.

"Ni siquiera las personas de confianza han podido responder en muchos casos", comenta, al referirse a empresas de Córdoba que se fueron al garete sin remedio. "He ido a los juzgados y me he gastado el dinero en el Cobrador del Frac para nada porque eso ha sido otro timo, todos los intentos han sido en vano", dice resignado.

"Yo tengo 56 años y después de toda una vida trabajando, no me queda nada, ni siquiera el negocio que construí y que pensaba dejar a mis hijos para que tuvieran el futuro asegurado", comenta, al tiempo que subraya la perversión de la situación actual. "El poco patrimonio que tengo corre peligro porque con él he avalado préstamos para pagar a mis proveedores, pero se da la circunstancia de que los mismos bancos que nos exigen que paguemos con nuestro coche o nuestra vivienda, son accionistas de las empresas constructoras que nos deben miles de euros", comenta Manuel, que desde hace más de un año está bajo tratamiento para controlar la ansiedad y la depresión que sufre actualmente.