Josefa Villena Serrano es una de esas mujeres de la generación nacida en la posguerra española, con las que muchos creen que se rompió el molde, que han vivido y siguen viviendo por y para los demás. En el caso de Pepi, primero fueron sus hermanos y su madre, más tarde sus hijas y su marido y ahora los enfermos de Párkinson en general.

Nacida en Córdoba hace 58 años, creció en el Campo de la Verdad en una familia de ocho hermanos. Su madre quedó viuda cuando ella apenas levantaba tres palmos del suelo y con 12 años la quitaron del colegio. "Aquello no me gustó nada porque me habría encantado estudiar", asegura, aunque no sabe muy bien qué camino habría seguido. "Nunca me he planteado mi vocación profesional".

A los 15 años empezó a trabajar como dependienta en una tienda, para ofrecer el sueldo a casa, convirtiéndose por la cuantía de su salario, mayor que el de sus hermanos, en la cabeza de familia. Eran tiempos difíciles en los que se divertía en compañía de una pandilla de amigos, entre los que acabó encontrando al amor de su vida. Manolo y ella fueron novios durante siete años, hasta que decidieron dar el paso y casarse. "Alquilamos un piso, lo arreglamos en los ratos libres y cuando lo tuvimos listo nos casamos". Su trabajo de dependienta dio al traste con su primer embarazo, que llegó justo al mes de la boda. "En esos tiempos, los hombres no veían bien que su mujer trabajara y lo dejé". Después de su primera hija, vendrían dos más, al cuidado de las cuales se dedicó en cuerpo y alma, mientras sacaba tiempo para atender a su madre, que nunca superó la muerte de su marido y vivió hasta los 85 años sumida en una depresión y dependiente de sus hijos y especialmente de Pepi.

La enfermedad entró por la puerta, pero el amor no salió por la ventana

Dicen los pesimistas que cuando la enfermedad entra por la puerta, el amor sale por la ventana, pero eso no fue lo que ocurrió en el caso de Pepi y Manolo. Hace 22 años, cuando su marido recién cumplía los 36, empezó a sentir temblores y rigidez en uno de sus brazos. Seis meses después de la primera visita al médico, se le diagnosticó párkinson y este fontanero de hábitos extremadamente saludables recibió la invalidez absoluta en su puesto como personal de mantenimiento del antiguo hotel Meliá.

Desde entonces, Pepi y Manolo suben juntos su cuesta arriba contra la enfermedad. "Mi marido es un hombre muy tranquilo y me lo ha puesto fácil", dice Pepi, que ha superado las distintas fases de esta dolencia. "Los cinco primeros años se mantuvo bien, y luego la enfermedad ha ido avanzando poco a poco". Ahora, Manolo, que salvo las horas que pasa en el centro de día de lunes a viernes, siempre está acompañado por su mujer, apenas puede hablar y sigue un tratamiento de 14 pastillas diarias. Lo que no le falla es la cabeza y siempre encuentra la manera de comunicarse con Pepi, aunque sea con una sonrisa o un gesto. La pareja, que también sufre bajones, ha aprendido a sortearlos y a mantener la serenidad en la vida diaria. "Hay que relajarse y aprender a llevarlo con paciencia", comenta ella con una sonrisa en la boca.

Con la Asociación de Párkinson de Córdoba, hacen escapadas al campo, a la playa o salen a comer por Navidad. "Yo voy con mi marido a todas partes, pero he de decir que sigue habiendo gente muy indiscreta que no entiende el sufrimiento de los demás y a la que es necesario concienciar".