calenda verde

Hongos alucinógenos

Con la otoñada húmeda las setas brotan del suelo, pero hay que tener cuidado al recolectarlas porque podemos confundirlas con especies venenosas o alucinógenas

Imagen de la ‘Amanita muscaria’ en la que se aprecian algunas de sus manchas blancas características.

Imagen de la ‘Amanita muscaria’ en la que se aprecian algunas de sus manchas blancas características. / José Aumente

José Aumente Rubio

José Aumente Rubio

El filólogo estadounidense Carl A. P. Ruck, experto en la cultura griega, propuso acuñar el término «enteógeno», que significa literalmente «dios dentro de nosotros», para designar las experiencias trascendentales (éxtasis místicos, trances proféticos, epifanías, arrebatos eróticos y otros estados de enajenación transitoria) causadas por la ingestión de sustancias vegetales y fúngicas, en el contexto de oscuros ritos iniciáticos, y distinguirlas así de las alteraciones de conciencia producidas por las drogas consumidas con fines recreativos. Se refería en concreto a los rituales anuales de iniciación de los misterios de Eleusis, practicados en la antigua Grecia y llamados así porque nadie podía revelar, so pena de ser condenado a muerte, lo que sucedía en el santuario.

En estas liturgias los participantes libaban una poción sagrada (kykeon), que entre otros ingredientes contenía un hongo alucinógeno, el cornezuelo del centeno (Claviceps purpurea), llamado así por su forma córnea y por parasitar e infectar las espigas de esta gramínea. Bajo sus efectos, los eleusinos tenían reveladoras visiones del más allá, descendían al mundo subterráneo y entraban en comunicación con las deidades.

En 1943 Albert Hofmann sintetizó el LSD (dietilamida de ácido lisérgico) durante una investigación sobre el cornezuelo del centeno, y esta sustancia psicotrópica empezó a utilizarse con fines terapéuticos en el tratamiento de trastornos mentales como la esquizofrenia antes de convertirse en una de las drogas más populares de nuestro tiempo. Junto con el doctor Richard Evans, uno de los fundadores de la etnobotánica, Hoffman escribió en 1979 una obra ya clásica, Plantas de los dioses, donde dice: «No es casual que los alucinógenos más importantes de los vegetales y las hormonas cerebrales, serotonina y adrenalina, tengan la misma estructura. Esta asombrosa relación puede ayudar a explicar la potencia psicotrópica de estos alucinógenos».

El cornezuelo del centeno se ha utilizado en la medicina tradicional para facilitar los partos, practicar abortos y como anticoagulante, estando muy presente en la cultura popular de algunas zonas de España. Desgraciadamente su ingesta excesiva, cuando se consumía pan de centeno, también tenía fatales consecuencias, provocando una enfermedad que asoló la Europa medieval, conocida como ergotismo, fuego sagrado, fuego de San Antonio, o mal del pan maldito. Esta terrible enfermedad era más lesiva que la propia lepra, pues las extremidades iban consumiéndose hasta desprenderse, lisiando y matando a los enfermos. La última epidemia europea de ergotismo se registró en Francia en 1951, aunque existen publicaciones de casos aislados, generalmente asociados al consumo crónico de fármacos que contienen ergotamina.

El cornezuelo del centeno pertenece a un grupo de hongos, el de los Ascomicetos, que incluye pocas especies comestibles, aunque las que hay son muy apreciadas, como las trufas y las colmenillas. La mayoría de los hongos que habitualmente vemos en el campo pertenecen al grupo de los Basidiomicetos, que presentan el típico cuerpo fructífero o seta. Con la otoñada húmeda y las suaves temperaturas, las setas brotan del suelo como un pequeño regalo a la vista, un despliegue de creatividad, de formas y colores, que el otoño pone a la altura de nuestros pies y que, en algunos casos, son consideradas deliciosos manjares; pero, cuidado, porque entre los Basidiomicetos, además de especies comestibles, podemos encontrar especies venenosas y también alucinógenas.

Todo el mundo conoce la seta de los enanitos, la Amanita muscaria, fácilmente identificable por el color rojo de su sombrero moteado con puntos blancos. Esta seta es conocida vulgarmente como «matamoscas», debido a que Linneo observó moscas pegadas a su sombrero y creyó que estaban muertas, aunque en realidad se encontraban drogadas. De hecho, la Amanita muscaria es la seta alucinógena más utilizada a lo largo de la historia. Durante mucho tiempo se creyó que la muscarina era el alcaloide psicoactivo de esta seta, pero en 1964 se descubrió que las propiedades alucinógenas eran debidas al ácido iboténico y el muscimol, y que la muscarina resultaba ser precisamente el alcaloide responsable de los efectos no deseados y de la sensación de intoxicación (malestar, molestias estomacales y vómitos). Eso ya lo sabían los chamanes siberianos y del pueblo sami de Laponia, que se dieron cuenta que los alcaloides con propiedades psicoactivas de la amanita se eliminaban inalterados a través de la orina de los renos que habían comido esta seta, conservando sus propiedades alucinógenas, pero, sin embargo, desaparecía la toxicidad asociada a la muscarina, que sí era metabolizada por los cérvidos. Así que en sus rituales paganos para celebrar el solsticio de invierno, los chamanes bebían la orina de los renos que habían comido esta seta y así podían disfrutar de las alucinaciones místicas sin perjuicio para su cuerpo. Ahora asocien solsticio de invierno, o sea Navidad, y la imagen onírica de un trineo de renos voladores con un amable hombre mágico a bordo vestido de rojo y blanco, los colores de la amanita, y que viene del extremo norte cargado de juguetes.

Ejemplar de escribano triguero.

Ejemplar de escribano triguero. / José Aumente

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Cuando los primeros fríos y temporales de lluvia presagian la inminente llegada del invierno, grandes contingentes de avecillas llegan en oleadas a nuestros campos, distribuyéndose por una gran cantidad de hábitats, donde se unen a muchas especies sedentarias que por estos días cambian su comportamiento y se vuelven más gregarias, formando de este modo bandos mixtos. Miles de estorninos pintos y lavanderas blancas se concentran por las noches en las copas de los árboles de muchos parques, paseos y jardines; de los barbechos se levantan a nuestro paso escuadrones de trigueros, jilgueros, pardillos y verderones; y los olivares y encinares se llenan de bandos de zorzales y palomas torcaces. 

Desgraciadamente, también por estas fechas, la paz de los campos se ve turbada por un horrísono y machacante concierto de estampidos y gritos. Cuando todo termina ya no se escucha más que el silencio, y en el suelo encontramos el cuerpo, retorcido y sin vida, de un zorzal olvidado por algún cazador presuroso. Pero lo verdaderamente indignante es encontrar esas macabras estelas de muerte, los linderos sembrados de costillas, muchas de ellas cerradas, aprisionando por el pescuezo, con sus garras de hierro, a pájaros de las más variadas especies, la mayoría protegidas. Este es el siniestro fin de millones de zorzales y otras pequeñas aves, que son recibidas con plomos, cepos, ligas y sedas cuando llegan hasta nosotros después de recorrer medio continente. Triste destino para esos mensajeros alados, expresión viva de un mundo sin fronteras. Huyen del frío, vienen hasta nosotros siguiendo los caminos del aire, superando obstáculos y peligros, para llenar de vida y alegría nuestros paisajes invernales, pero no somos capaces de agradecérselo.

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