Aparentemente, el bacalao frito es la más fácil de sus preparaciones. Al fin y al cabo, se trata de pasarlo por harina, freírlo en aceite y sacarlo cuando esté dorado. Y sin embargo, ¿por qué hay tanta diferencia entre unos y otros bacalaos fritos que nos sirven en tabernas y restaurantes o, sin ir más lejos, el que tomamos en nuestra propia casa? Y eso que es un pescado que, salvo contadas excepciones, a todo el mundo gusta y al que, por eso mismo, se le suelen perdonar las deficiencias. ¿Dónde está el secreto entonces? La calidad de la pieza es fundamental, ya sea en su presentación tradicional -seco y salado- o congelado, en su punto de sal. En el primer caso habrá que desalarlo, que también tiene su técnica: entre 24 y 48 horas, según el grosor, en agua fría, cambiándola varias veces. Muy escurrido, antes de pasarlo por harina, sacudiendo la sobrante; aceite hirviente, para que se forme rápidamente la capa dorada y crujiente; y no pasarlo de fritura, para que el interior quede jugoso. Papel absorbente y a servir.