Es un error interpretar la Historia en el sentido de las genealogías. El concepto fundamental de la Historia es la generación. Bien evidente es que bajo la confusión de las generaciones históricas con las genealogías -hijos, padres, abuelos- late, pues, un certero reconocimiento de que es la generación el concepto que expresa la efectiva articulación de la historia y que, por lo mismo, es el método fundamental, para investigación histórica.

Pero las generaciones no se suceden, sino que se superponen. En un momento cualquiera de la Historia viven varias generaciones de hombres, radicalmente distintos, eso sí. La averiguación esencial de que hablando del hombre lo substantivo es su vida y todo lo demás adjetivo, que el hombre es drama, destino y no cosa, proporciona súbito esclarecimiento. La vida no es sino lo que tenemos que hacer, puesto que tenemos que hacérnosla. Y cada edad es un tipo de quehacer peculiar.

Durante su vida el hombre ha de pasar por distintas etapas. Etapas que vamos a dividir en periodos de 15 años, pues cada 15 años aparece una nueva generación. Generación que servirá para unir a la que precedió y a la que le siga, pero estando a la vez superpuesta con las que existen.

La primera etapa abarca desde que se nace hasta los 15 años. El hombre se entera del mundo que ha caído: es la niñez y la primera juventud. Ni siquiera se ha entrado en la Historia. Inmediatamente llega la segunda etapa: es la porción de juventud corporal que corre hasta los 30 años. A esta edad, el hombre comienza a reaccionar por cuenta propia frente al mundo que ha hallado, inventa nuevas ideas sobre los problemas del mundo. Él mismo u otro hacen propaganda de toda esa innovación, como, viceversa, integran sus creaciones con las de otros coetáneos obligados a reaccionar como ellos ante el mundo que encontraron. Y así, un buen día, se encuentra con que su mundo innovado, el que es obra suya, queda convertido en mundo vigente. Son estas dos etapas de 30 a 45, y de 45 a 60 años las más importantes en la vida del hombre. A la primera puede llamarse etapa de gestación o creación polémica. A la segunda, etapa de gestión, de predominio y mando. Los primeros luchan por implantar su mundo; los segundos por defender el suyo. Son dos generaciones que tienen puestas sus manos -al mimo tiempo- en la realidad histórica. Por tanto, lo esencial es, no que se suceden, sino, al revés, que conviven y son contemporáneos, bien que no coetáneas. Que se solapan.

En cuanto a los mayores de 60, ¿es que no tienen ya papel en esa realidad histórica? Sí que lo tienen, pero sumamente sutil. El anciano es, por esencia, un superviviente y actúa, cuando actúa, como tal superviviente».

He aquí resumido el método de las generaciones que el propio Ortega había de plantear en su obra En torno a Galileo (resultado del curso impartido en la Cátedra Valdecillas de la Universidad Central de Madrid en 1933) y que nos va a servir para situar al «personaje Ortega» en la Historia de la España del siglo XX.

¿Quién era y dónde estaba Don José Ortega y Gasset al cumplir los 30 años y entrar en su etapa de gestación?

Veamos: Ortega nace el 8 de mayo de 1883, cuando la Restauración casi acaba de llegar y todavía vive Alfonso XIII y cuando quien dirige y manda en la política española es Don Antonio Cánovas del Castillo. Naturalmente en ese momento hay varias generaciones que, superpuestas, viven la «realidad radical». Con más de sesenta años «superviven» hombres como Zorrilla, Campoamor, los generales Serrano y Pavía y algún combatiente de «cuando las cortes de Cádiz». En plena etapa de gestión (45 a 60) están Don Juan Valera, Echegaray, Pedro Antonio de Alarcón, Tamayo y Baus, Rosalía de Castro, Pereda, Castelar, Cánovas, Sagasta y algo más joven Don Benito Pérez Galdós. Y están «gestándose» (de los 30 a los 45) hombres como Ramón y Cajal, Menéndez Pelayo, Palacio Valdés, Maura, Canalejas, Joaquín Costa, etcétera. Sin olvidar que ese año de 1883 están «saliendo del cascarón» los hombres de la generación del 98, pues Unamuno tiene 19 años; Ganivet, 18; Benavente, 17; Rubén Darío, 16; Menéndez Pidal y Valle-Inclán, 14; Baroja, 11; Azorín, 10; Maeztu, 9; y Antonio Machado 8.

Quince años más tarde, o sea en 1898, ¡qué casualidad!, Ortega es un estudiante en el colegio de El Palo (Málaga) de la Compañía de Jesús… y afila su pluma de escritor, ya que solo han de pasar otros cuatro años para que aparezcan sus primeros artículos periodísticos en la revista Vida Nueva. Después inicia su carrera periodística (El Imparcial, Faro y Europa) y su «fase alemana».

En 1910, es decir, a los 27 años, gana la cátedra de Metafísica de la Universidad Central y comienza a ser alguien, pues sus conferencias en el Ateneo sobre Los problemas nacionales y la juventud (15 de octubre de 1909) y en la Casa del Partido Socialista madrileño sobre La ciencia y la religión como problemas políticos (2 de diciembre de 1909) retumban en el ambiente cultural y político como si hubiesen sido dos tracas valencianas. Aunque es en Bilbao, y ya en marzo de 1910, donde lanza a los cuatro vientos su teoría sobre «los dos patriotismos» que luego sería uno de sus leit motiv…

«Hay dos maneras de patriotismo -dice-: es una, mirar la patria como la condensación del pasado y como el conjunto de las cosas gratas que el presente de la tierra en que nacemos nos ofrece. Las glorias más o menos legendarias de nuestra raza en tiempos pretéritos, la belleza del cielo, el garbo de las mujeres, la chispa de los hombres que hallamos en torno nuestro, la densidad transparente de los vinos jerezanos, la ubérrima florescencia de las huertas levantinas, la capacidad de hacer milagros en el pilar de la Virgen aragonesa, etc. componen una masa de realidades, más o menos presuntas, que es para muchos la patria. Como se parte del supuesto de que todo eso es real, está ahí, no hay más que abrir los ojos para verlo, resulta que frente a esa noción de patria no queda al patriotismo más que hacer sino asentarse cómodamente y ponerse a gozar de tan deleitable panorama. Este es el patriotismo inactivo, espectacular, estático, en que el alma se dedica a la fruición de lo existente, de lo que un hado venturoso le puso delante.

Hay, empero, otra noción de Patria. No la tierra de los padres, decía Nietzsche, sino la tierra de los hijos. Patria no es el pasado y el presente, no es nada que una mano providencial nos alargue para que gocemos de ello; es, por el contrario, algo que todavía no existe, más aún, que no podrá existir como no pugnemos enérgicamente para realizarlo nosotros mismos.