Antes de adentrarme en la vida intelectual y política del ‘Filosofo’ (así se le conocía a Don José Ortega y Gasset), voy a reproducir íntegro el artículo sobre las Ermitas de Córdoba que publicó en la revista Andalucía en 1926:

«Si al acercarse el verano con sus ardores buscamos un lugar umbroso o una playa oreada, ¿por qué no hemos de buscar también sanatorios de silencio y casas de baños de soledad cuando algo dentro de nosotros nos demanda aislamiento? Visitemos, por ejemplo, las ermitas de Córdoba, que son una fábrica de soledad como no hay otra. En la cima de un monte se hallan las blancas celdas rodeadas de arbustos y árboles severos y de flores que traen a la memoria la flora estática del beato Angélico; fornidos bardales que siguen las quebraduras del terreno, ciñen la frente del monte; su recinto se llama el Desierto. El aroma de Córdoba, balsámico y pertinaz, es aquí más intenso, y plantas bravas le influyen algún dejo punzante, enérgico, tónico que acelera la sangre en las venas, despierta las más hondas ideas, sacude al místico bufón que vagabundea por el cuerpo del hombre, y no obstante, unge los nervios de castidad y de templanza.

Un cenobita con sayal del color de la tierra abre un portón; entramos. Dos hileras de cipreses ensimismados con su follaje recio, de un verde casi negro, conducen a la iglesuca y al aposento del capellán. En la sacristía se ven dos cuadros que figuran una antítesis dolorosa; es uno la imagen horrenda de una pobre ánima del purgatorio ardiendo en llamas de ocre; en un rincón del lienzo está escrito: Alma en pena. En el otro cuadro se lee: Alma en gracia; representa una mujer tan bella, con unos ojos tan azules, unos cabellos tan augustos y dorados y unos labios tan deleitosos, que a no hallarnos a tamaña altura sobre el nivel del mar y de los instintos, alguna inquietud nos sobrecogería.

Luego conviene dejarse ir, lasa la voluntad, por el campo austero que se abre en derredor. Las ermitas están desparramadas en la cima, ocultas en la espesura. Cada una tiene su huerto, largo de algunos pasos, ceñido por blanca tapia que se recaía entre las chaparras y las higueras. Cada una tiene un ciprés y una espadaña.

A poco de estar en semejante lugar, somos transportados a la mansa región de las ideas generales; las pasiones y las querencias de la carne no concluyen nunca, en verdad; tal vez sigan inquietando nuestros cuerpos bajo la tierra, pero aquí se intelectualizan, se convierten en conceptos puros y son más llevaderas. Siempre es menos dolorosa una teoría que un amor.

Va muriendo la tarde. El silencio es sorprendente; para los que de ordinario vivimos en medio del estruendo ciudadano, un instante de silencio nos suena a algo cristalino que se rompe. Sobre la frente el cielo. Córdoba en lo hondo prolonga su añejo sopor en brazos del Guadalquivir, el color blanco azulado del caserío favorece la blandura, la discreción del paisaje lejano. Por el contrario, cuanto hay en el recinto de las ermitas tiene esa crispación audaz que ha de hallarse en el rostro del místico al punto de sallar de la oración al éxtasis.

Se siente caer en torno la llovizna bienhechora del silencio, y elevarse de entre los árboles humaredas de paz. Respíranse emanaciones de supremo idealismo, y al cortar una flor salvaje, nos parece desglosar una palabra de San Juan de la Cruz o de Novalis, y mezclo estos dos nombres porque aquí se está de tal manera por encima de todo, que la ortodoxia y la heterodoxia se entreveen apenas, como dos mulas negras que cruzan ahora, allá abajo, por un camino de plata. El espíritu queda proyectado hacia las últimas preguntas: ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Qué es la felicidad? El rumor casi humano de una campana parladora surge de una espadaña y se esparce en halos armoniosos; es un son blando y acariciador que pasa refrescando el cerebro y produciendo suave angustia, como si una mano de mujer se posara en nuestro pecho y lo oprimiera. Hay en las quietudes de los campos sonidos que despiertan en nosotros cúmulos de sensaciones tan agudas y deliciosamente complicadas, que quisiéramos tener mil oídos y mil orejas para escuchar con lodos ellos aquella nota única.

Otra ermita contesta con su campana; después, la capilla más grave da su voz; más tarde, y lejos, habla otra nerviosamente, y luego otra y otra, dulces, tranquilas, ritmosas, balbuceantes; cada una desarrollada bajo el cielo benigno del atardecer el sereno tapiz de meditaciones que ha urdido sobre su soledad el eterno cenobiarca que las tañe. Estos monjes tienen muertas sus viejas lenguas purificadas, y dejan a las campanas que conversen en su lugar. Doscientos cincuenta y tres tañidos debe dar al día cada ermita. ¡Ahí la voz de las campanas de las celdas es una música teológica que echa sobre el pensamiento paños blancos de sosiego. Cerca de nosotros chirrían los goznes de una puerta. De ella sale un ermitaño con su bordón de coro; comienza a andar por una vereda entre los setos espinosos, y se dirige a la capilla. Es un viejo cetrino y alto que al caminar cojea. A seguida, otros solitarios abandonan sus huertos con un bordón igual en sus manos obscuras. Y es una imagen exótica de otros países y tiempos la que ofrecen estos peregrinos de barbas abundosas, haciendo vía aquí y allá por toda la extensión del Desierto; ahora aparecen destacándose ante el cielo como si llegaran de la Tebaida en una nube de oro, y a poco se hunden en un barranco y vuelven a aparecer indecisamente entre los árboles, borrándose sobre la tierra del mismo tono caliente que sus hábitos. ¿Quiénes son estos hombres? Son en su mayor parte, campesinos toscos que, heridos por un súbito fervor, ascienden a este monte, y aquí se olvidan de sí mismos por espacio de algunos años y aún todo el resto de sus días. No hacen votos solemnes de vida monástica. ¿Para qué? ¿A qué dar a su aislamiento el matiz sombrío de una acción irremediable? Visten el sayal, cubren su cabeza con esa extraña monterilla de judío, se ciñen los lomos con un rosario hecho de huesos de aceituna o una ancha correa, dejan crecer sus barbas y enjaulan en una de estas celdillas toda la casa de fieras de sus instintos. Conforme pasa el tiempo, van despojándose de ellos y arrojándolos delante de sí con la ingenuidad, con la lentitud, con la sencillez con que se tiran piedrecillas en un agua muerta.

En Constantinopla, donde tanto escasea, hay una sociedad de bebedores de agua; quienes la forman reparten sus simpatías entre las aguas de diversas estirpes, y unos prefieren la del Eufrates, porque son biliosos; y otros las del Danubio, porque son linfáticos; o la del Nilo, por afición arqueológica. ¿Qué secretos no sabrán del agua cuando hacen del bebería un arte? De análoga manera, los ermitaños, bebedores de soledad, son grandes entendidos en sosiego. Acaso no mediten mucho, como los catadores sabios no acostumbran beber demasiadamente. Alguno, de entre ellos, ha vivido en todos los lugares apartados y quietos de la tierra; en cada uno ha gustado la soledad ambiente, y por último se ha fijado aquí, por juzgarla la más útil para su vida interior.

A mis soledades voy;

de mis soledades vengo...

decía Lope de Vega. Estos hombres-islas saben más y se están quedos, dejando que las soledades vayan y vengan al través de su espíritu, llevándose en aluvión la escoria de las pasiones. Y así, estos hombres llegan a tener sus almas tan pulidas como cantos rodados, o más bien como huesos enterrados en cal.»