Seguimos en el mes de los muertos, por lo que, haciendo honor a mi palabra, abordo a continuación uno de los aspectos más trascendentes del mundo funerario romano: la epigrafía, negocio floreciente en la época por el uso extendidísimo que alcanzó entre la sociedad romana, deseosa de perpetuar su memoria en soporte de ser posible imperecedero que, además del nombre o la filiación, acogía con frecuencia la invocación a los dioses Manes, el cursus honorum, el dolor, o incluso el alivio, a la hora de dejar este mundo, las creencias o el escepticismo ante las promesas del Más Allá, la petición de ofrendas y oraciones, las disposiciones testamentarias, las medidas y la propiedad del locus sepulturae, los honores funerarios, los nombres de quienes encargaban la dedicatoria, o la institución de multas funerarias en caso de violatio sepulcri. Dichos epitafios, imprescindibles por tanto para conocer mil y un aspectos antropológicos, ideológicos y escatológicos de la cultura romana, representan así el volumen más importante de los tituli recuperados en ámbito privado. Pues bien, tanto soportes como inscripción eran realizados en talleres especializados, aludidos a veces mediante la indicación ex officina seguida de un cognomen o de los tria nomina en genitivo. En Roma se concentraron en el Campo Marzio; por regla general, desconocemos su ubicación.

Aun cuando la escasa precisión que ofrecen los términos documentados por las fuentes antiguas o la propia epigrafía (por cuanto no siempre se utilizan con el mismo valor), hacen que cualquier categorización deba siempre ser entendida con la máxima cautela, entre los artifices que intervenían en la producción de epígrafes funerarios destacaban el marmorarius y el lapidarius: genéricamente, aquéllos que trabajaban el marmor y el lapis, o piedra (los antiguos no siempre distinguieron entre ambos términos); el quadratarius, que dibujaba el texto sobre el soporte, realizaba inscripciones murarias pintadas, y a veces las grababa: y el lapicida (también llamado eventualmente scriptor): en su acepción más aceptada, el artesano que incidía la inscripción sobre la lápida a partir del texto dibujado por el quadratarius. La casuística, en consecuencia, sería enorme, pero el epígrafe bilingüe --griego y latín-- CIL X, 7296 (Aquí se componen y se tallan inscripciones para edificios sagrados y obras públicas-), demuestra que el trabajo del epigrafista implicaba necesariamente y cuando menos dos fases diferentes: ordinare, o arte de distribuir convenientemente el texto sobre el campo epigráfico, y sculpere, o proceso de incisión sobre la piedra de aquel texto previamente compuesto. Esto explicaría por ejemplo que en determinados casos los errores ortográficos detectados en algunas inscripciones pudieran deberse al ordinator, limitándose el sculptor, quizás analfabeto, a copiar el texto.

No hay que olvidar, por otra parte, la figura del comitente, que en más de una ocasión proporcionaría al epigrafista composiciones incorrectas debido al influjo que la lengua hablada ejercía sobre la sintaxis, y que solía acudir personalmente para realizar su encargo (conocido en la literatura científica como minuta epigrafica, si bien parece que el nombre que recibió en la antigüedad fue el de forma inscriptionis) a la propia officina, donde elegía soportes y tipos de letra a partir de modelos ya existentes, a tamaño real o a escala (exempla officinae). El contenido del titulus encargado, con todas los datos derivados del mismo -nombre del cliente, precio, tipo de piedra y de letra a utilizar, posibles elementos decorativos, etc.- se anotarían probablemente en una tablilla de cera (tabula cerata) para uso del taller, si bien de ellas no nos ha llegado ningún ejemplo. A este respecto, el caso más ilustrativo que conocemos es el de una forma ex marmore del Museo Nazionale Romano de Roma, es decir una minuta graffita inscrita en el reverso de la misma lastra cuyo anverso sirvió finalmente para incidir el texto definitivo. Y qué mejor ejemplo del papel que desempeñaría el comitente que el recogido de nuevo por Petronio en su, tantas veces citado en esta tribuna, Satiricón, cuando el liberto Trimalción dicta a su arquitecto el sarcástico epitafio que habría de llevar su tumba: Aquí yace Gayo Pompeyo Trimalción Meceteniano. Se le concedió en su ausencia el Sevirato. Le hubiera sido posible entrar en todas las decurias de Roma, pero no las aceptó. Piadoso, esforzado, fiel. Salió de la nada, pero dejó treinta millones de sestercios. Nunca escuchó a ningún filósofo. Que te vaya bien. Y a ti también".

* Catedrático Arqueología de la UCO