Puntual, como los ritos que se repiten cada año y cuyas imágenes podrían ser perfectamente intercambiables sin que importara la fecha en que fueron tomadas, ha vuelto a celebrarse Fitur y hemos vuelto a ver a nuestros representantes haciendo todo tipo de declaraciones triunfantes y compartiendo unas sonrisas que tanto me recuerdan a esos momentos de excesos etílicos en los que resulta habitual exaltar la amistad. Hemos comprobado en la distancia la hermosura del stand de Andalucía, nos han vuelto a decir por enésima vez las bellezas que tiene Córdoba y lo poco que pernocta el personal y, por supuesto, nuestros políticos y nuestras políticas han vuelto a recordarnos lo importante que es el turismo para el desarrollo económico. Todo ello mientras que los veíamos brindando, riendo y haciéndose fotos como si fueran los invitados a la boda de Patia con algún chulazo de la cofradía del salmorejo.

No estaría mal que alguno de estos años, antes o después de Fitur, o incluso en vez de Fitur, hiciéramos entre todas y todos una profunda reflexión no solo sobre los dividendos que produce el turismo en nuestra tierra sino también sobre los riegos y consecuencias negativas que provoca. Hemos entrando en la fantasía de una línea ascendente que no tiene fin y que nos obliga a que cada año superemos las cifras del anterior. De esta manera, sumamos números y porcentajes, que tanto gustan a los políticos y a los medios para encabezar titulares. Muy pocos, sin embargo, se plantean si no corremos el riesgo de morir de éxito, como por ejemplo ya está pasando con la fiesta de los patios en nuestra ciudad, convertida en un abrumador parte temático que hace que se pierda su esencia y que nos convierte, durante unos días, en un espacio difícilmente habitable. Y es que sigue faltando, sobre todo en nuestros representantes, que no deberían seguir la lógica del máximo beneficio que es la que se le supone a las empresas privadas que viven del negocio, un análisis sobre la sostenibilidad de un modelo de desarrollo y de crecimiento económico que provoca muchas víctimas. A nadie he escuchado hablar de los riesgos medio ambientales, de las lesiones del patrimonio, de los efectos en la calidad de vida de quienes vivimos en las ciudades todos los días y de cómo la exagerada inversión en una finalidad hace que finalmente otros objetivos -la cultura, la participación ciudadana, el desarrollo cívico- acaben arrinconados o, en el mejor de los casos, supeditados al gigante que se supone llena terrazas, tabernas y esas tiendas tan horribles que rodean nuestra Mezquita.

Todo ello por no hablar de lo que, a mi parecer, es todavía más preocupante. Me refiero al tipo de trabajos que genera la industria del turismo y a la insoportable en tantos casos precariedad de las trabajadoras y los trabajadores que sostienen el invento. Vivimos instalados en la hipocresía de creernos la ciudad de los talentos, la cultura y la reflexión, pero seguimos alimentando un modelo en el que nuestros jóvenes continúan siendo condenados a irse fuera o a malvivir como camareros o limpiadoras. Los brillantes productos que nos venden en Fitur se mantienen, en la mayoría de las ocasiones, gracias a la vulnerabilidad de quienes no encuentran otra salida laboral y a la miopía de unas instituciones que de esta manera tanto contribuyen a que la distancia entre la minoría que tanto tiene y la mayoría empobrecida cada vez sea mayor. Me habría gustado ver en Fitur, por ejemplo, un pacto para garantizar la dignidad mínima como trabajadoras de las camareras de piso, o el compromiso de los empresarios en el sostén de aquellos acontecimientos colectivos que les garantizan tantos beneficios. Sin embargo, un año más, nos hemos conformado con la sonrisa artificial de presidentas y alcaldesas. Como si apenas hubiera cambiado nada con respecto a aquellos años en los que Paco Martínez Soria nos decía aquello de qué gran invento es el turismo.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de

Catedráticos de Universidad de la UCO