Todavía me están llegando suaves reprimendas, pero reprimendas al fin, acerca de mi visión sobre la vejez expresada en esta misma página hace unas semanas, demasiado pesimista según se me reprocha. Una amiga que pasa de los 90 años, aunque nadie lo adivinaría ni por su forma física e intelectual ni por sus ganas de vivir como si tuviera medio siglo menos, dice que no hay achaque de salud ni bajón económico y social, por citar algunos de los deterioros a las que yo aludía, que no pueda suplirse con entusiasmo; que solo hay sitio para la decadencia allá donde entra en juego la desilusión, y que eso puede ocurrir en todas las etapas de la existencia. Cierto, como también lo es que la experiencia es un grado y que se es mucho más sabio a medida que uno abandona la edad de la inocencia. Pero la verdad es que, a pesar de esas quejas de abuelos intrépidos --garantizadas de antemano hasta el punto de que, para evitar protestas, una norma tácita del periodismo desaconseja el uso de la palabra «anciano» hasta cuando el anciano supera los 100 años-- sigo pensando que envejecer es una gran putada, con perdón. No lo sufro aún demasiado en mis carnes --en los huesos sí, pero nada comparado a lo que está por llegar-- ni aunque me aproximo a la jubilación noto desánimos, penas ni olvidos sino todo lo contrario, unas ganas locas de recuperar el tiempo perdido mientras pueda. Sin embargo, como cualquier persona que frise en los 60, he visto de cerca el deterioro imparable de mis padres hasta el final y trato de prepararme mentalmente para lo que venga.

Ahora bien --y entono de paso el mea culpa por no andarme con paños calientes ni lenguaje políticamente correcto--, se habla mucho de la vejez activa y esta es una realidad como un templo. Hay muchas formas de cumplir años y no es lo mismo hacerlo eternamente apoltronado en el sillón ante la tele que apuntarse a un bombardeo como hacen miles de mayores. Las piscinas cubiertas y los gimnasios, con precios especiales para ellos, están a tope de hombres y mujeres que, tras dejar a sus nietos en la guardería o el cole --otra forma de matar el tiempo si no la convierten los hijos en esclavitud--, se apresuran a enfundarse el chándal o el bañador para dar brincos contra el decaimiento. Y los centros cívicos y los de lo que antes se llamaba «la tercera edad» (expresión en un desuso tan arbitrario como lo fue su uso, pues el lenguaje tiene caprichos insondables) no cesan de ofrecer talleres de todo tipo cuyas plazas se agotan nada más hacerse públicas.

Aunque para rapidez la que se gastan los abuelos con los viajes del Imserso. En los primeros días de esta semana, coincidiendo con la vuelta a las aulas y el regreso de muchos veraneantes, el Instituto de Mayores y Servicios Sociales, a través de las agencias y de su web, ha abierto su temporada 2018/2019, y a las pocas horas estaba cubierta la demanda de casi todo el programa estatal, de forma que los jubilados con acreditación que sigan aspirando a hacer turismo en playas o ciudades del interior tendrán que esperar a que algunos de los que se les anticiparon anulen sus reservas. Y es que los viajes del Imserso son un excelente invento. Alrededor de un millón de usuarios se benefician en España de un servicio en el que participan más de 300 hoteles, pues desde que se puso en marcha en 1972 se persigue una doble finalidad: ensanchar el horizonte de los pensionistas a precios que su modesta paga les permite costearse y suavizar en el sector turístico los efectos de la estacionalidad. Así que lo reconozco, la vejez también tiene sus ventajas.