No es raro que los más solidarios con la crisis de los griegos sean los españoles. Somos dos pueblos amantes de la tragedia, y mientras que los helenos elevaron la Tragoedia a género protoliterario, los españoles la vestimos de sarcasmo --la picaresca-- y fue el género por excelencia en el más fecundo de nuestros siglos, el Siglo de Oro. No en vano Robert Jordan, protagonista de la novela Por quién doblan las campanas , de Hemingway, dice que es en español donde la palabra muerte suena más auténtica, rotunda y trágica. Otros hay que ya se enzarzan en la defensa o el vituperio de los griegos respecto a la deuda, el exacerbado número de funcionarios, sus jubilaciones a los cincuenta, el impago de impuestos, etcétera, que los demás les subvencionamos; sin embargo a mí lo que me fascina es esa especie de cómplice comunión entre los simpáticos caraduras de ambos extremos del Mediterráneo. Y no es que seamos iguales, no, porque cuando alguien llamó a Zapatero por su nombre, como dicen los indios norteamericanos que te llama el búho cuando vas a morir, aquel Tsipritas español dejó a un lado sus principios y nos apretó a todos el cinturón demostrando con ello sus inclinaciones marxistas, de Grouxo, no de Karl ("estos son mis principios y si no le gustan tengo otros"), y los españoles nos comportamos como disciplinados germanos. Pero, ¿y los italianos? Me interesa especialmente el punto de vista de los tipos más pragmáticos y desengañados de la política de todo el Mare Nostrum. Una encuesta Ipsos dice que el 51% habría votado sí y el 30% no. El 53% cree que al final habrá acuerdo. O sea, que menos lobos.

* Profesor