C omo país en verdad subdesarrollado en cultura cívica y hábitos intelectuales, en España volvemos siempre a hablar de política y políticos, pese de solito a lo poco sugestivo del ejercicio… Es obvio que los ejemplos traídos a colación en el artículo precedente para dibujar con grueso trazo las mil y una deficiencias con las que el pacífico habitante de una bella ciudad del Mediodía se enfrentaba para llevar a término su jornada habitual con un mínimo de tranquilidad individual y eficacia social, habrían de tener, forzosamente, una traducción en el rumbo del país marcado por el gobierno en funciones y las elites parlamentarias --en la ocasión aludida sólo las de la Cámara Baja--. Una comunidad como la dibujada sine ira y cum dolore en el artículo precedente no se encuentra, por descontado, en situación la más idónea para exigir cuentas y resultados a sus representantes en Cortes y a los mandatarios por ellas refrendados. Sin un mínimo de competencia profesional, de amor y compromiso con el trabajo propio y de visión solidaria, es frívolo y, en algunos casos, hasta injurioso pedir cuenta y razón a tareas ajenas realizadas por españolas y españoles de idéntica actitud congenial y semejante, en términos generales, nivel educativo que el resto de sus conciudadanos.

Prevalidos de ello, asaz conscientes de esta básica realidad nacional, inalterable con regímenes, autonomías y mesiánicos o utópicos programas de redención nacional y palintocrática, diputados y senadores campan por sus respetos, siendo probablemente la elite política occidental más libre y desembarazada de toda suerte de ligámenes y compromisos con sus electores. El único vínculo a prueba de acontecimientos entre ellos es la común conciencia de su postura renitente a la auto-exigencia que les invalida éticamente en cualquier plano para la hetero-exigencia. De ahí la grisaciedad de nuestra vida colectiva e institucional. No hay, no puede haberlos, interlocutores válidos frente a reparación de injusticias, ausencias de moral pública y privada, frustraciones de la mayor entidad, como la pasividad cara al porvenir de la juventud o la ataraxia ante el futuro de los pilares mismos de la convivencia, y aun incluso de la existencia misma de la realidad que fue durante siglos España, patria y hogar entrañables de innumerables grandes espíritus en las artes, las letras, las ciencias y en la noción y vivencia de la ajeneidad…

Mas en la coyuntura hodierna no será quizás oportuno extremar la intensidad del lamento. Contra casi todo del presente, abramos un ancho paisaje a la esperanza para que sea recorrido al menos por las generaciones más jóvenes y, por ende, más acreedoras al estímulo e ilusión.

* Catedrático