Por razones de índole personal, puedo situar a la perfección el momento en que a finales del mes de julio de 1979 compré los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, en la edición de Alianza Editorial con traducción de Pedro Salinas (los tres primeros) y de Consuelo Berges (el resto). También cómo a lo largo del mes de agosto los leí de corrido, uno tras otro. De vez en cuando vuelvo a algunos pasajes, a veces escogidos al azar, en otras ocasiones me dirijo de forma intencionada a ciertos episodios que deseo rememorar. Y por supuesto he vuelto a las páginas en las que Proust relata lo que le ocurrió el día en que volvió a casa con frío y su madre le ofreció una taza de té con «uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen una valva de concha de peregrino». Nada más comenzar a comer sintió un estremecimiento que su intuición le decía que era debido al sabor del bollo, no encontraba respuesta a lo que le ocurría, hasta que de pronto surgió el recuerdo: «Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila los domingos por la mañana en Combray». A partir de ese momento se desencadenaron los recuerdos, empezando por la casa de su tía, y con ella «vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo el tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer los recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo».

En una de las obras fundamentales de la literatura memorialística, las Memorias de ultratumba de Chateaubriend, cuando describe el castillo de Combourg, el autor defiende la consistencia de la memoria, pues señala cómo un dibujante no sería capaz de realizar un esbozo de lo que él ha descrito: «Creo que no; y sin embargo mi memoria lo ve como si lo tuviera ante los ojos; ¡tal es en las cosas materiales la impotencia de la palabra y el poder del recuerdo!». Quienes han escrito sus memorias también explican de manera muy gráfica el proceso por el cual se elaboran los recuerdos. Así, Indalecio Prieto habló de que la memoria era como un desván donde se acumulaban objetos y a la vista de ellos se desencadenaba el recuerdo; Francisco Ayala decía que la memoria era como un cesto de cerezas y al tirar de una venían todas las demás, o buena parte de ellas, y Carlos Castilla del Pino habló en Pretérito imperfecto de un conjunto de objetos que funcionaban como «tiradores», porque «tiran de mi memoria hasta el presente o hacia el pasado».

Estoy seguro de que todos tenemos experiencias semejantes a alguno de los ejemplos citados. A mí me suele ocurrir, sobre todo, con situaciones o hechos situados en mi infancia, de la cual tengo una gran cantidad de recuerdos, en especial de la etapa del colegio, antes de entrar a los diez años al instituto. Hace unos días me sucedió mientras comía en mi patio un plato típico de nuestra zona, naranja en aceite. Siempre que hago esto al aire libre, de inmediato, me viene a la memoria un lugar concreto al que cada año acudía varios días mientras duraba la recolección de la aceituna: el patio de un molino, en uno de cuyos rincones de niño (con seis o siete años) comía eso mismo los días en que el sol de invierno lo permitía. Ese sabor me transporta a aquel espacio cerrado y soy capaz de reconstruirlo con nitidez, a la vez que recuerdo a las cuatro personas (queridas) con las que compartía mesa. Aún no es invierno, pero estos días de otoño tan templado me permiten comer al aire libre, y lo mejor es que puedo compartir esos recuerdos con alguien a quien decirle, como hacía Hilario Camacho en la canción que da título a este artículo, que su luz «ilumina mis sentidos, da calor a la tristeza, sol en invierno eres tú».

* Historiador