Según las últimas indagaciones, en el Primer Mundo se multiplican las gentes que padecen sordera física. Ya sabíamos que la sordera metafísica es un mal que afecta sobremanera a quienes, en la actualidad, se ejercitan en la política, pero desconocíamos que ambas sorderas pueden equipararse en cantidad y calidad. Nuestra razón sospechaba que tanto ruido desbocado no debe tener buenas consecuencias, pero al estudiar la cuestión en la Universidad de Upsala, han llegado al resultado de que vivir entre ruidos, crecientes en número y agudeza, nos deteriora el órgano auditivo, como se ha comprobado que les sucede con frecuencia a quienes residen cerca de los aeropuertos internacionales. Y es que habitamos en un mundo donde cada vez hay más ruido que nueces.

Dicha apreciación académica, corroborada por la terrible perforadora que levanta el adoquinado, o por los macroconciertos multitudinarios donde los decibelios alcanzan alturas inverosímiles, nos han resucitado la certeza de que durante muchos siglos se tuvo al silencio --la contraposición del ruido y la furia presentes-- como una virtud cardinal. Así nos lo inculcaban en la escuela, llegando a considerarlo tan valioso como el oro. Entonces --nos referimos a la posguerra--, el silencio de la vida urbana solo se rompía en puntuales momentos de fiesta y alborozo, subrayados por el repique de las campanas de los templos. Las ferias comenzaban sus días con dianas floreadas recorriendo la ciudad para, apenas amanecía, despertar al vecindario. Festejos que tenían su «calle del infierno», llamada así por estar llena de altavoces diabólicos, y que terminaban con una función de fuegos artificiales, cuyo final era el trueno gordo, semejante a un cañonazo producido por un cohete gigantesco. Tales ruidos en el levante español se acentúan superlativamente, pues allí no se entiende cualquier celebración, por mínima que sea, sin los estallidos de la pólvora, concretados en tracas tormentosas y mascletás retumbantes que, en ocasiones, dañan los tímpanos.

Pero, volvamos a la divagación del silencio que, como tantas cosas, tiene su cara y su cruz. La cruz del silencio es la «ley del silencio», impuesta como un precepto por mafiosos y maltratadores que, con violencia, distorsionan la voluntad y el sosiego de la gente. Cruz del silencio es, igualmente, «el silencio de los corderos» --algunos lo llamaron paz--, tan apreciado por dogmáticos y dictadores que solo ven plausible y exacta su voz autoritaria.

La cara del silencio es el silencio que resulta indispensable para la creación artística --Juan Ramón Jiménez escribía en una sala insonorizada--, la reflexión profunda y la investigación científica, cuyo fruto debe ser lo que Eugenio d’Ors llamaba «la obra bien hecha», que tan necesaria es en tiempo de corrupciones a mansalva. Silencio, también, de aquellos antiquísimos cluniacenses de ora y labora que reglamentaron su uso y en el refectorio tenían escritas máximas exaltándolo. Silencio, otras veces, casi místico, poético, para mejor percibir «la música callada» y «la soledad sonora», como Juan de la Cruz, aquel monje de la oscura, de la silenciosa noche del alma. Silencio que, definido en los diccionarios como ausencia de sonidos, puede pertenecer, por derecho propio, a las palabras que, según la intuición del poeta Pedro Salinas, «nunca se gastan (...) y se tornan más bellas por más usadas», como hijo, rosa, mar, estrella...

Silencio, en fin, para paliar la contaminación del ruido que, crecientemente, en ocasiones incluso vulnerando el descanso nocturno, nos invade, aflige y deteriora.

* Escritor