Septiembre es sinónimo de promesas y hojas en blanco. Todo está por escribir en el libro de un curso en el que la vida nos deparará nuevas oportunidades para superar las inercias que nos suman años y así conjurar el paso del tiempo con la alegría de los gerundios. Intento comenzar septiembre desde el convencimiento de que todo tiempo pasado fue peor y de que avanzamos siempre hacia horizontes de mayor grandeza. Ese ánimo, sin embargo, es difícil de mantener en una ciudad como la nuestra en la que, aunque parezca imposible, asistimos más que al estancamiento a la regresión. Una singularidad de esta capital desértica que tan difícil nos pone a veces comenzar el curso con el espíritu del niño que estrena mochila.

Los que además trabajamos en la Universidad soportamos con frecuencia, incluso con más virulencia, el mal olor de las aguas que no se mueven. Un aroma que es especialmente intenso en una facultad como la mía en la que es tan fácil seguir conjugando el Derecho en pasado. Un lugar donde con frecuencia se establecen curiosas alianzas con posiciones reaccionarias frente a lo innovador, frente a la complejidad del debate plural, frente a la cultura y el humanismo, frente a una entendimiento de la Universidad que supere su reducción a una especie de "instituto bis" en el que se expiden títulos de dudosa utilidad en el mercado y al que poco le preocupa la salud cívica de los que habitamos en ella. Todo ello además desde una concepción paternalista del alumnado, a los que con frecuencia nos resistimos a considerar como hombres y mujeres mayores de edad y, por tanto, con derechos pero también con obligaciones.

En la última junta de mi Facultad, celebrada antes de las vacaciones del verano, se adoptó la decisión de solicitar a las instituciones implicadas el fin del convenio que durante varios años había sostenido la sala de exposiciones Puerta Nueva y recuperarla así para necesidades del centro. Se iniciaba así un proceso que llevará, mucho me temo, al desmantelamiento de unos de los pocos espacios que, con todas sus deficiencias y limitaciones, estaba dedicado en nuestra ciudad al arte contemporáneo. Al menos para algunos me consta que era un auténtico orgullo disfrutar, a pocos metros de donde tratamos de mostrarle al alumnado que el Derecho se ocupa de la vida, de un lugar en el que miradas de artistas de hoy nos daban la oportunidad de inquietarnos, preguntarnos, despertarnos. Tal vez, precisamente, todo lo que contrario de lo que persigue un sistema que prefiere tenernos domesticados. Bajo la ficción de que cientos de procedimientos administrativos nos hacen al final más y mejores humanos.

Por todo ello, el cierre inminente de Puerta Nueva es tan simbólico, ya que representa no solo el fracaso de la apuesta por la cultura de las instituciones locales, sino también porque evidencia la complicidad de la Universidad, y muy singularmente de mi Facultad, con los encargados del derribo. Me habría encantado, porque estoy convencido de que la cultura no solo nos hace mejores personas sino también mejores ciudadanos, que mi centro, en lugar de pensar en las necesidades alimenticias del alumnado, reivindicara a las instituciones responsables la reactivación de la sala, que la misma Universidad hubiera presentado propuestas efectivas para su uso acorde con la filosofía que siempre tuvo ese espacio conquistado para la modernidad. Y, por supuesto, me habría gustado que mis colegas, o al menos algunos de ellos, pusieran el grito en el cielo ante lo que de nuevo nos equipara con los cangrejos. Sin embargo, empiezo septiembre sintiéndome como la garza de Karen Knorr que un día descubrí en las paredes de Puerta Nueva, encerrado en un edificio en el que no encuentro ventanas. Desconsolado ante la previsión de que el olor de los cuadros recién desembalados pronto será sustituido por el de comida recalentada en un microondas.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional de la UCO