Puede existir una versión apócrifa y desconocida del mito de Pandora: Ya sabemos que lo único que permaneció en la caja más famosa de la mitología fue la esperanza. Antes, por una cándida o avariciosa imprudencia, salieron todas las virtudes que, por un principio físico de menor densidad, ascendieron al cielo. A continuación se escaparon del cofre todos los males, que se arrastraron por la tierra. Mas he ahí que en la liga de los virtuosos, una quedó rezagada, y en esa exquisita estampida, fue agarrada por los tobillos por el empellón del mal, con la licencia de que las bondades tengan tobillos. La susodicha no se entronizó ni como las virtudes teologales, ni como aquellas laicas que patentó la Revolución Francesa, o el derecho a la felicidad que Jefferson incluyó en la Constitución americana. Hablamos de aquella cualidad que parcialmente quedó gangrenada por la ponzoña de la miseria y los pecados, fundamentalmente por la envidad. Hablamos de la prosperidad.

La prosperidad ha venido unida en su concepción a la progresía. Pero no existe un Progreso en el santoral, y sí un Próspero, discípulo de San Agustín. Y hasta un Próspero famoso que al apellidarse Merimée, nos arrima al mito de Carmen y a toda la cohorte de toreadores. Los progresistas no abjuran del derecho a la prosperidad, pero se encuentran incómodos con su imaginería. Sus tesis se han robustecido utilizando como pimpampún al tío Sam o a todos los descendientes del rico Epulón, fecundando su doctrina contra un capitalismo torvo. Y todos aquellos que han anatemizado la prosperidad por ser un aldabón del privilegio, solo han encontrado la vía de la dignidad para purificarla. La dignidad ha sido el talismán que la pareja Iglesias-Montero ha esgrimido para amainar ese huracán de incongruencia. En su comparecencia quisieron actualizar el utópico optimismo de los falansterios, dando una vuelta de tuerca al chalé, mentidero de aburguesados; y a la piscina, ese simbolismo clorado y decadente que ya reflejó Burt Lancaster en El Nadador. Pero lo que nos ofreció el dúo podémico fue un antológico oxímoron: pedir el derecho a la privacidad convocando un plebiscito sobre su continuidad como líderes del partido morado. Si los cálculos no fallan, la última emisión del Un, dos, tres se remonta catorce años atrás, pero los concursantes Pablo e Irene le piden al público si se quedan con la casa o con la Ruperta.

Obviamente, este movimiento de fichas no es novedoso. Destila la querencia de salvar a Barrabás, o de tentar con el yo --o, en este caso el mayestático nos-- o el caos. El carisma suele ayudar como caballo ganador con esta práctica, y ya Felipe González puso a disposición del PSOE su cargo de secretario general para desprenderse de la adiposidad del marxismo. La comparación no deja en muy buen papel a los futuros padres, pues los escora maléficamente hacia la privacidad. La elisión del marxismo trajo dramáticas consecuencias colaterales, como las conversiones industriales, pero se manejaron en la órbita del bien común. Ahora, Iglesias-Montero convocan un coworking de contradicciones, para que los afiliados otorguen a sus próceres un saloncito con vistas a la sierra y por supuesto sin gotelé. Qué sería del hombre sin sus paradojas: la artillería morada para asaltar la Moncloa se basaba en buena medida en combatir los desahucios, y su precursor ensalza, vigoriza y prioriza el derecho a una vivienda digna. ¡Viva Próspero, pues!

* Abogado