Qué es Bélgica? Difícil cuestión. Los países se vengan en el matiz de los estereotipos, y al igual que desde aquí se sigue proyectando un chorreón de toros, paella y Franco, nosotros podemos tirar de la elegancia y simplemente describirlo como un país raro. Y es que razones no faltan para que, desde una versión española, Bélgica sea toda una coctelera de eclecticismo. Para el lector medio viajado, su visita se empotra en el Tour de los Países Bajos, donde se mezclan la estatua del niño meón, las cofias holandesas y los selfies con los zuecos de madera y el queso de bola; los encajes bordados junto a los canales de Brujas y los diamantes de Amberes que, al contrario de las excusiones reposteras hacia Rute, se miran pero no se tocan. Pero hay más: Bruselas se consagró en el ni para ti ni para mí, cuando Francia y Alemania profesaron el nunca más después de los desastres de la II Guerra Mundial y decidieron emprender junto al Benelux y la astucia italiana el gran embrión de la CECA.

Más versiones españolas: el Atomium nació en los tiempos del tecnicolor. Desde España llegaba una noble para casarse con el Rey, no de Bélgica, sino de los belgas. Un Rey de semblante antiguo con nombre de Príncipe de las Cruzadas que, sin embargo, usaba las gafas de Clark Kent. La luna de miel de Fabiola y Balduino en San Calixto vino a reconciliarnos con ese Flandes menos levantisco. Casualmente, fue un barcelonés el que se acercó como gobernador de los Países Bajos a mostrar talante una vez que el Duque de Alba se oficializó per secula seculorum como el coco de los infantes de Zelanda. En los tiempos que corren, había que recuperar a personajes como Luis de Requesens, el enfermizo con salud de hierro; compañero de infancia de Felipe II y tutor de Juan de Austria en la batalla de Lepanto. Requesens aguantó la plaza de Bruselas cuando todo Flandes era un polvorín.

Puigdemont no se quedó en Perpiñán para comprobar que lo verde empieza en los Pirineos. Ni se dirigió a Berlín con una maleta de cartón y la butifarra envuelta en papel de periódico, porque el 155 se clonó de la Constitución de la República Federal Alemana. Sabía bien que debía aterrizar en Bélgica, un país donde Flandes y Valonia son dos placas tectónicas en estado de colisión y Bruselas el irremediable cortafuegos apoyado en la bicoca de la super capitalidad. Por una indisimulada empatía, Obélix no puso el dedo en la llaga, pues enfatizaba la locura de los romanos, pero no así la rareza de los belgas. El terrorismo islámico los despertó de su ñoña edad de la inocencia, y extraditar a un etarra se antojaba más difícil que capturar a un pokemon. Ahora resucitan los calificativos franquistas menospreciando la larga marcha que los españoles hemos hecho para galvanizar un Estado de Derecho. Que se anden con cuidado los belgas, pues uno de los personajes que perfectamente encaja en la piel del trilero fugado es Tulius Detritus, el indiscutible protagonista del álbum de Astérix La Cizaña. Sin embargo, dado que el exHonorable ha decidido morar en el país de los cómic, no me resisto a asociarlo con Makoki. Manitú irreverente a decir de los puristas transgresores, pero es que si Puigdemont erizase sus pelos mochos con una descarga de frenopático acaso se asemejaría al iconoclasta muñegote del lumpen barcelonés que dejaría a la CUP a los pies de los caballos. Pura paranoia, todo un sin dios.

* Abogado