Escribo estas líneas impactado aún por la muerte contra todo pronóstico de Reyes Abades, el gran especialista de los efectos especiales en España, reconocido unánimemente en todo el mundo después de participar en más de 200 producciones, nacionales e internacionales. Además de otros muchos galardones, como el que recibió en Mérida el pasado 25 de enero por toda su trayectoria, contaba en su haber con nueve premios Goya por las películas Balada triste de trompeta, El laberinto del fauno, El lobo, Buñuel y la mesa del rey Salomón, Tierra, El día de la bestia, Días contados, Beltenebros y ¡Ay, Carmela!; y este mismo año estaba nominado a otros dos, por Oro y Zona hostil (en total, acumulaba más de cuarenta nominaciones). Era, además, Medalla de Extremadura y Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, ganadas a pulso durante toda una vida dedicada al cine, a lo largo de la cual, emigrado como tantos otros cuando sólo era un niño, llevó siempre el nombre de su tierra por bandera. Y es que Reyes nació en Castilblanco, vecino a mi propio pueblo, por lo que compartíamos patria chica (la Siberia Extremeña) y también actitud ante la vida y el paisaje que nos vio nacer. Reyes nunca olvidó sus orígenes, con los que mantenía lazos de sangre y a los que volvía periódicamente, porque si de algo presumía era de ser extremeño. Pero sus virtudes no terminaban ahí: era también una de las personas más afables, humildes y entrañables que he conocido; destilaba bondad por sus cuatro costados; supo siempre compatibilizar los éxitos en la profesión con la querencia por sus raíces, el amor por su patria chica y el compromiso con ella. Acababa apenas de incorporarse -él, que era uno de los más grandes del cine español y europeo- al elenco encargado de representar cada año por iniciativa del equipo de gobierno del Ayuntamiento de Herrera del Duque la obra de teatro basada en mi novela Inés de Herrera. La niña profeta, que iba a reforzar con toda una serie de efectos especiales. La había visto en vídeo, le había emocionado, y, como si estuviera empezando, quería sumarse a nosotros para enriquecer la propuesta y emocionar aún más al público; grande también en eso; generoso de corazón, empático y sensible como sólo saben serlo los tocados por los dioses.

Estuve con Reyes en Madrid cuando presentamos la obra en Fitur hace sólo unas semanas, y puedo dar fe de ello. Los españoles, pues, pero especialmente los extremeños, estamos de luto. Se nos va uno de los faros que alumbraban la cultura de nuestra amada Siberia (postulada por cierto como Reserva de la Biosfera, candidatura a la que me sumo de forma explícita y contundente); nos abandona un buen hombre, un castiblanqueño de pro, un amigo. Será difícil que vuelva a nacer otro como él; que alguien supere su legado y su obra. Por eso, todos los homenajes que pueda recibir serán siempre pocos.

Soy de los que piensan que una tierra debe siempre enorgullecerse y honrar a sus hijos; hacer de ellos su principal blasón, su referente de cara al mundo; mimarlos y potenciarlos como embajadores de sí misma y de su gente. No entenderé nunca a quienes reniegan de los suyos, los ocultan o ningunean amparados en ideas, rencores o mezquindades. Las colectividades son en último término una suma de individualidades, y cuando cualquiera de ellas tiene la suerte de que uno de sus hijos descuelle en cualquier materia, se hará más grande si le pone sus hombros para alzarlo al mundo, si lo apoya y le presta alas para que vuele lo más alto posible. De ahí que no comparta determinadas polémicas que vivimos actualmente en Córdoba sobre los cambios en el callejero, como si las personas que dieron nombre a determinadas vías no formaran parte de la historia de la ciudad, o, paradójicamente, no hubieran protagonizado algunos de sus momentos más fecundos y gloriosos. El ser humano tiene la memoria demasiado frágil, y camufla casi siempre sus carencias tras un barniz de ignorancia o de temeridad. Nada que no esté ya escrito, o que no vivieran otros antes que nosotros. Va con la condición humana. Por eso, quiero gritar desde aquí que me siento orgulloso de Reyes Abades como español, como extremeño y como paisano; pero también, y sobre todo, como persona, porque fue, como decía Machado, un hombre bueno en el buen sentido de la palabra. Imposible encontrar para él mejor epitafio. Descansa en paz, querido amigo, que «ya humean a lo lejos los tejados de las casas y desde los altos montes caen, crecidas, las sombras…» (Virgilio, Bucólicas I, 82). Y que la tierra te sea leve. Nosotros tendremos bastante con echarte de menos y tratar de paliar tu pérdida.

* Catedrático de Arqueología UCO