Primero fue la justicia quien le enseñó a Donald Trump que la autoridad del presidente de Estados Unidos tiene unos límites y que puede poner freno a las decisiones del inquilino de la Casa Blanca cuando conculcan la ley o existe la duda razonable de que pueden hacerlo. Ahora ha sido el Congreso, dominado por el Partido Republicano, quien le ha mostrado otros límites. Y, para más inri, han sido representantes de su propio partido quienes se han opuesto a aprobar la reforma sanitaria con la que Trump pretende barrer de un plumazo el llamado Obamacare, el sistema para ampliar la cobertura sanitaria a 20 millones de personas que no disponen de ninguna prestación. En total sintonía con la impopularidad de la medida debida a la grosera manipulación que de ella hicieron los sectores más conservadores, Trump había convertido la demolición de aquel sistema en una de las grandes promesas electorales. Sin embargo, la oposición de un sector de su partido le ha enseñado la lección del poder de las instituciones elegidas por los ciudadanos, la de los límites presidenciales y de la necesidad de diálogo y negociación. La repulsa del Obamacare es, por sí misma, un vergonzoso ataque contra una sociedad que se proponía ser algo más igualitaria. Sin embargo, todavía es más vergonzoso que quienes se oponen a la demolición planteada por Trump lo hagan por considerar que no resulta suficientemente dura.