El flamenco, menos mal, pasó de ser el quejío con el que los cantaores llenaban las noches de los señoritos con bailes y música por cuatro perras y se convirtió en un arte de la globalidad. Sin embargo, cuando éramos chicos, asociábamos el cante flamenco a las tabernas, locales que considerábamos casi malditos porque las imaginábamos como la casa de los borrachos, donde no estaba prohibido el cante, que solía llegar después de alguna copa. Yo mismo canté una petenera en una taberna de Salamanca cuando estudiaba allí Filosofía sin saber que pertenecía a los cantes folclóricos aflamencados andaluces, como los campanilleros, los villancicos o las sevillanas, porque me había ambientado. El flamenco de cuando éramos chicos era una cosa y su catalogación académica, como hiciera Agustín Gómez, otra. La primera vez que empecé a entender el flamenco como algo distinto fue cuando era bachiller y mi compañero Ramón Rodríguez Aguilera, de Priego, estudió a Ricardo Molina y a Antonio Mairena en la realidad del Primer Concurso Nacional de Cante Jondo (luego, de Arte Flamenco) y se presentó a un certamen municipal. Me extrañó que alguien de tanta altura intelectual se interesara por el flamenco, pero Ramón era, según nos parecía y resultó, un adelantado. Luego, en Madrid, cerca de la Facultad de Ciencias de la Información, creo que en el Colegio Juan XXIII, vi el espectáculo flamenco Oración de la tierra, de Alfonso Jiménez Romero, uno de los autores del inolvidable Quejío, y escribí la crónica «Andalucía: hombre y tierra se lamentan» sobre esta representación que se publicó el 17 de marzo de 1973 en El semanario cordobés, revista de la que era director Manuel Sánchez de Rojas y yo corresponsal mientras estudiaba periodismo. Luego, el flamenco de La Bellota, de El Viso, y de La Retama de mi pueblo, con El Niño de Villaralto y sus momentos imposibles, me trajeron a La Noche Blanca del Flamenco de Córdoba, que se ha hecho global, en la que a veces pesa más buscar cerveza y bocata que deleitarse con el arte que investigaron Ricardo Molina, Antonio Mairena, Ramón Rodríguez o Agustín Gómez. Lo cierto es que el quejío flamenco ya no es aquel cante de las noches de los señoritos.