Mucho después de que Julio Verne pronosticase un futuro filantrópico y antes de que en el 2012 se acabase el mundo según el calendario maya, conocimos otras fechas postrimeras. Con el paso del tiempo, y visto lo que está cayendo, los ochenta fueron una auténtica Pax Romana, lo que pérfidamente puede devaluar la clarividencia de George Orwell al escribir en 1948 la mítica cifra invertida: 1984. De hecho, este título esconde las profecías y el pesimismo de Orwell ante un futuro nuclear y estalinista, y es toda una metonimia literaria, pues su trama claustrofóbica es más conocida por el personaje primo que dio nombre a un concurso que languidece desde sus exitosas audiencias al principio de este siglo.

El Gran Hermano ha sufrido una gran transformación en estos tres lustros. Pocos se acuerdan de aquella versión cinematográfica, la última película de Richard Burton, con un John Hurt enésimamente atormentado. Más bien nos tetanizamos a ese famoseo de cómida rápida, la versión digital de los quince minutos de gloria de Andy Warhol. Después de vivir en Cataluña una guerra civil dentro de la guerra civil, al canijo escritor inglés no debería espantarle esta deriva idiotizante que se subió a la cresta de la ola de las redes sociales. En este borreguismo inquisitorial no solo sería imputado Mark Zuckerberg, sino más lejanos autores. La adicción al postureo y la avaricia de amigos virtuales descompone la intrahistoria unamuniana. Hasta Samaniego tiene vela en este sainete, pues esa dependencia del móvil no dista del panal de rica miel pegado.

La prueba de que este etéreo protagonismo prima más que los efectos de la indiscreción se refleja en una casuística impresionante, que ha acarreado en muchísimas ocasiones efectos muy perniciosos para tan impulsivos voceadores. Si era inviable ponerle puertas al campo, más aún sería sentirse influencer y pretender al mismo tiempo preservar la intimidad, el verdadero oro digital de este siglo. Ahí están los policías locales que se han cebado con la alcaldesa de Madrid; o los presuntamente deleznables --por guardar el íter procesal-- miembros de la manada, que cuanto menos no podrán desprenderse del sambenito de capullos e imbéciles. Y luego está la multitudinaria bastardía de los que tiran la piedra y esconden la mano, aquellos hipocritones que, como decía un antiguo profesor, se esconden bajo el espeso muro del anonimato. Un muro de papel de fumar, a decir por la indefensión frente a esta usurpación exponencial de datos a la que cándidamente nos exponemos como Hansel y Gretel al caramelito del «Me gusta».

El Gran Hermano se deshiela en diversos personajes: un insensato con el pelo pelirrojo; el más listo de los zares, que un día obtuvo con sus marcialidades el cinturón negro; y un gordo bajito y temerario que gasta cuello Mao. Por no hablar de elementos secundarios de este tránsito mundo, como cierta querencia goebbeliana del soberanismo catalán, que no le hace ascos al cinismo y a la sublimación de la mentira.

Frente a las puertas al campo, se hablará de nuevas muescas a la alicaída libertad. Esos son los primeros pasitos de Europa de conformar una legislación que controle los bulos miserables. Algunos dirán que es muy viejuno formar Pigmaliones, pero es que la mala leche y hasta los discursos más incendiarios pueden hacerse con educación. Viva incluso lo soez, si es inteligente, respetuoso y elegante.

* Abogado