Una de las canciones del momento, que sin duda bailaremos todos este verano, incorpora en su estribillo una frase que literalmente pone los pelos de punta, y ante la que nadie, sin embargo, se ha escandalizado. Gritar, amplificado por las ondas de decenas de países, aquello de «tráeme el alcohol, que quita el dolor» se ha convertido en una especie de grito de guerra que da carta de naturaleza al beber (porque parece evidente que no se refiere al alcohol de farmacia...), y no tardará en convertirse en slogan de todo botellón que se precie. ¿Se imaginan que en lugar de aludir al alcohol lo hiciera a otro tipo de drogas? Probablemente todo el mundo habría puesto el grito en el cielo, y la canción estaría ya fuera de circulación, o habría modificado su letra. En cambio, incitar abiertamente al consumo de esta peligrosísima droga psicoactiva como panacea para sentirse mejor parece estar bien visto por la sociedad, a pesar de la gran cantidad de problemas --la mayor parte de ellos escalofriantes-- que se esconden tras la embriaguez recurrente, entre los cuales más de doscientos tipos de enfermedades, accidentes de tráfico, atropellos, maltrato doméstico, violencia juvenil, crímenes diversos, delincuencia, demencia, vidas arruinadas, etc. Tanto que, según los últimos datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) a los que he podido acceder, el alcohol figura como causa principal en la muerte de unos tres millones y medio de personas al año (en torno al 6% de la mortalidad mundial). Esta misma organización sitúa a España a la cabeza del mundo en el consumo de bebidas espirituosas, con más de once litros por habitante y año; una cifra que, aun cuando podría estar yendo ligeramente a la baja, casi duplica la media del resto (seis litros y pico por habitante y año), seguida muy de cerca, eso sí, por la vieja Europa, que se queda rozando el porcentaje hispano. Parece, pues, que el tema va directamente en relación con el nivel de vida. Cuando más poder adquisitivo tenemos, más bebemos; cuanto más felices parecemos, más nos refugiamos en el trinque para divertirnos y en muchos casos, por qué no decirlo, camuflar frustraciones o (intentar) escapar de la soledad o de realidades y tragedias personales que nos superan o nos aplastan. Quizás por eso, las mayores tasas de consumo en Europa suelen detectarse entre los grupos sociales más desfavorecidos.

Ignoro qué índice exacto de alcohólicos hay en España, entre otras razones porque las estadísticas oficiales son cautas al respecto o se mantienen en una discreta reserva, pero estoy convencido de que son cientos de miles, reconocidos o simplemente funcionales (los últimos datos que he podido consultar los cifran en torno a tres millones). Una de las grandes limitaciones que incorpora, de hecho, el alcoholismo es la incapacidad de quien lo padece para reconocerlo, para percibir el miedo, la angustia o la desesperación en los ojos de su familia, aterrada ante el deterioro general, y en ocasiones también el desastre económico, que suele incorporar este tipo de enfermedad. Sé por fuentes médicas que el alcoholismo como tal tiene con mucha frecuencia raíces genéticas, que existe una clara predisposición a padecerlo, pero si además potenciamos mediante la publicidad, el ejemplo o la transigencia social que los más jóvenes empiecen a pimplar compulsivamente apenas llegan a la pubertad; que bailen al son de odas al consumo desaforado; que quienes ya padecen ese problema vivan rodeados de reclamos de todo tipo que socializan, justifican e incluso animan a beber; que crezcamos asistiendo a celebraciones en las que el principal objetivo es levantar el codo «hasta perder el control, o juntar la luna y el sol», se entenderá que sea muy difícil resistir; especialmente entre los adolescentes, emuladores de sus mayores por naturaleza y aprendices del duro ejercicio de vivir, en el que se inician con frecuencia midiéndose con el resto del grupo. Olvidamos así, o hacemos como que no nos enteramos, de que contra lo que la mayor parte de la gente cree el alcoholismo acarrea sin excepción aislamiento, inseguridad, amargura, sentido de culpa, arrepentimiento estéril, frustración, orfandad, rechazo, ostracismo, asco hacia uno mismo. Por eso, potenciar su consumo no es sino una prueba más de esa doble moral que invade nuestras vidas, de ese endurecimiento emocional que nos permite comer cada día mientras los cadáveres y las tragedias se suceden en el televisor, que condena a cinco años de cárcel a quien ha tenido una trifulca callejera y deja campar a sus anchas a quienes han robado millones de euros. En el fondo, pura hipocresía, cinismo en estado puro, esquizofrenia colectiva que acabamos bailando todos, impune e irresponsablemente, a ritmo de reggaeton.

* Catedrático de Arqueología de la UCO