La alcaldesa de Madrid, poniendo de manifiesto una mente obtusa, descolocada, insensible y cegata no ha permitido -ella que tan propensa es a banderas, banderolas y cartelones-, el despliegue, en la fachada del edificio consistorial de la villa y corte, de una gran pancarta con la imagen de Miguel Ángel Blanco, el concejal del PP en el Ayuntamiento vasco de Ermua que hace 20 años fue asesinado por ETA, superando sus propios baremos de crueldad y canallada, de dos tiros en el cráneo, al cumplirse el término de 48 horas que habían puesto a un imposible ultimátum.

Con el botón de muestra de dicho sectarismo enrevesado, barroco, será imposible llevar a puerto la necesaria reforma de la Constitución --bien llamada, en su día, de la concordia--, para cuyo objetivo se necesita un talante muy diferente al exhibido por la señora alcaldesa madrileña en la ocasión que estamos comentando.

Es cierto que el edil Miguel Ángel Blanco no fue la única víctima de los criminales designios etarras. Incluso se puede escribir que cometieron acciones de superior o parecido salvajismo, como la liquidación, en trance similar, del ingeniero Ryan, que no tenía ni una brizna de político, o de los hombres, mujeres y niños indiscriminados en el Hipercor de Barcelona, pero el cadáver caliente, tras una angustiosa espera con escasa esperanza, del concejal conservador marca, allende las ideologías, un antes y un después en la actividad de ETA y en la indignación de la asqueada ciudadanía.

Los millones y millones de manos pintadas de blanco que se alzaron en los cuatro puntos cardinales de España pusieron de manifiesto: de una parte, el indudable trasfondo destructivo de todas las ideologías cerradas; y, de otra, que el final de la banda criminal, aunque todavía siguiese matando, sería incontrovertible porque, hasta algunos de sus sicarios empezaban a darse cuenta de la razón que llevaba Albert Camus al sentenciar que «hacer sufrir es la única forma segura de equivocarse».

Ahora bien, por qué el rostro de Miguel Ángel se convirtió en el icono denunciador de la bárbara iniquidad terrorista, es una cuestión sociológica de muy difícil respuesta. Lo único exacto es que hace 20 años, a partir de ese asesinato, cambiaron las tornas. Cosa que suele acontecer en las situaciones límite. Desde entonces, se han argüido numerosos motivos para explicar el hecho --es decir, la conducta de las masas cívicas--, pero sin haber hallado la causa determinante de lo sucedido que, por supuesto, no quita merecimientos al sacrificio de las otras víctimas.

A nosotros, hoy por hoy, para someter a crítica el suceso municipal y espeso ocurrido en el Ayuntamiento de Madrid, solo se nos ocurre traer a colación una frase que, hace varias décadas, durante la dictadura, escribió el socarrón ampurdanés Josep Pla en sus agudísimas Notas Dispersas: «Cuando uno repara en que un país puede ir tirando a pesar de la enorme cantidad de imbéciles que lo gobiernan, la sorpresa es permanente e inenarrable».

* Escritor