Barcelona salió ayer muy mal parada de la votación sobre la sede de la Agencia Europea del Medicamento que, a partir del año 2019, pasará de Londres a Amsterdam. La capital catalana cayó en la primera ronda, un resultado muy alejado de las condiciones objetivas de la candidatura. Han sido, pues, otros factores los que han incidido en la votación. Sin duda, el más evidente y reciente ha sido el desenlace del desafío independentista. La quiebra de la legalidad, la declaración de independencia que pretendía dejar en suspenso la pertenencia a la Unión Europea, los múltiples paros generales y las continuas manifestaciones no han sido un buen aval para la candidatura de Barcelona que, en algunos momentos, parecía que pudiera quedar fuera de la Unión como ahora ha quedado Londres, su actual sede. Seguramente que la falta de diálogo entre las instituciones tampoco ha ayudado, pero es evidente que la inestabilidad y la inseguridad jurídica han sido en todo caso un factor negativo que en esta ocasión no ha permitido ni siquiera llegar a la final. Mucho se puede especular sobre lo que hubiera podido pasar en otro escenario interno. También es cierto que el peso de España en la Unión Europea no pasa por su mejor momento desde hace algunos años. Este factor también debería tenerse en cuenta. La candidatura de Barcelona ha acumulado, en definitiva, demasiados obstáculos, tanto en el orden interno como en el externo. Más allá de tirarse los platos por la cabeza, el hecho de no pasar ni tan solo a la segunda vuelta debería llevar a una cierta reflexión que no debería estar exenta de autocrítica de los autores de este desafío independentista planteado contra los propios principios rectores de la UE, que ha buscado otra opción que mejor los garantice.