De todo hace ya demasiado tiempo. Los años son páginas de un árbol deshojado que agita la brisa de la melancolía difuminando estancias inolvidables, deliciosos fragmentos de un ayer terso y febril que remite a los días de mi juventud. Muchos de esos recuerdos, añiles fotogramas de una película en cinemascope abandonada en un desván sin luz, despertaron hace poco en un cine de verano que me devolvió intacto el vano ayer, la esencia de un mundo que ya no volverá. Ahora intento expresar lo que experimenté esa noche y me trasladó a una época feliz. La ciudad donde vivo ejerce de pantalla; no en balde en Córdoba vi hace ya unas décadas, durante mis años brumosos de estudiante, hermosas películas que en mí dejaron huella y, a veces, recuerdo con dócil nitidez cuando cruzo a unos pasos de cines que cerraron hace ya muchos lustros y, no obstante, aún permanecen abrigando rincones ya desvanecidos del joven que fui y resiste en mis entrañas.

La memoria es un cine donde danzan fotogramas que la niebla y el viento no han logrado deshacer y siguen retrotrayéndonos a lugares que antaño pisamos y hoy subsisten, devastados, en los viejos andenes de nuestro corazón. La sociedad ha ido evolucionando y en esta ciudad que habito, y habité hace ya cuatro décadas (en mis horas juveniles), los cines de invierno han ido desapareciendo borrados por la estupidez capitalista que presta atención al resplandor de los negocios dando la espalda al placer de la nostalgia, al breve palacio que la felicidad en otro tiempo alzó ante nuestros ojos y después, poco a poco, vimos derruir. A veces paseo por el corazón de Córdoba en mitad de un domingo, o un sábado otoñal, y echo de menos aquellos días de cine cuando observo las salas antiguas, hoy fantasmales, rotas por la desidia y la distancia de una edad luminosa que devastó el olvido y por mucho que quiera es irrecuperable. Se suceden los nombres: Lucano, Alkázar, Góngora, Isabel la Católica, Fuensanta, Palacio del Cine... Aquella, sin duda, era una ciudad distinta, ni mejor ni peor que esta que hoy respiro, pero sí más romántica, cálida y cinéfila. Hay muchas personas, amigos con los que hablo, de mi edad más o menos, que no pisan ningún cine desde que desmantelaron sin pudor aquellos que antaño abrigaban nuestros sueños en las tardes de lluvia y nos hacían rozar lo eterno durante unos instantes de felicidad densamente emotiva, tersa, juvenil. No entiendo muy bien, o quizá sí que lo entiendo pero me niego a aceptarlo firmemente, por qué se cerraron los cines de invierno cordobeses en muy pocos años, despojando a esta ciudad de una parte esencial de su hálito poético, legendario y celeste, convirtiéndola de golpe, durante los días ocráceos del otoño, cualquier fin de semana, en una dama fantasmal que añora instantes idílicos de un tiempo de tardes de cine en domingos de oro gris.

Córdoba no es la misma cuando llueve sin sus cines de antaño. Al cruzar por las Tendillas, junto al Palacio del Cine abandonado, la ciudad me parece una viuda maquillada, envuelta en un tul de añil melancolía, que intenta olvidar caricias de otro tiempo refugiando su olvido en las arrugas de su rostro demacrado de artista azul, crepuscular. En Córdoba vi películas gloriosas en los años 70 (Retrato de familia, La naranja mecánica, Rocky, Taxi Driver...) en tardes de invierno dulces, memorables, dentro de salas hoy desaparecidas como el cine Lucano, el Góngora o el Alkázar. Ahora encuentro cerrados esos míticos espacios y siento una especie de agraz melancolía que es también desencanto, rabia e indignación. Aun así, no vale de nada que me queje y exprese indignado en unas líneas mi opinión absolutamente contraria, como es obvio, a la de los que apoyan cines multifuncionales, ubicados al pie de grandes centros comerciales que degradan la atmósfera cálida, sublime, de aquellas salas de invierno hoy clausuradas por la avaricia económica insensible de una sociedad monitorizada por el sucio bombeo de un capitalismo obsceno cuyas garras devoran todo a su alrededor. Hace no muchos días, cuando me acerqué a vivir en el cine Fuenseca unas horas memorables recordé aquellas salas de invierno abandonadas en el centro de Córdoba y sentí la soledad del que intenta volver a un lugar paradisiaco, diluido en el tiempo, y, avanzando contra el viento de una sociedad gris, banal, descafeinada, se resiste a esperar que alguien piense como él y levante su voz demandando la apertura de esos cines de invierno que hoy nadie añora ya.

* Escritor