Con la destitución de Alfonso Guerra al frente de la Fundación Pablo Iglesias se va la última gran personalidad del PSOE. Ahora lo que viene es otra cosa, pero no es el PSOE; al menos, no el que hemos conocido, el que hemos esperado, el que ahora mismo ni está ni se le espera. Habría sido una jugada brillante de Pedro Sánchez su mantenimiento al frente de la Fundación Pablo Iglesias, precisamente, por el apoyo que Alfonso Guerra mostró a Susana Díaz y su dura crítica no solo a las políticas de pactos de Sánchez con Podemos, sino a cualquier espejismo de plurinacionalidad que pudiera venir con aires nuevos, para dar marco jurídico a la fragmentación de identidades, como anticipo de la disolución. El PSOE que hemos conocido, que también tuvo sus sombras, supo encontrar un nuevo fulgor cultural que lo hermanaba con tiempos pasados de esplendor, con la Institución Libre de Enseñanza, Giner de los Ríos, Fernando de los Ríos, la Residencia de Estudiantes, la generación de 27 y la literatura del exilio. Sé que estoy haciendo un totum revolutum, pero algo de eso hubo: la política cultural del PSOE, o su inquietud cultural, se renovó a partir en los 80, con sus aciertos y errores, como un puente invisible entre el mundo que no pudo llegar a ser y una realidad nueva.

Todo eso se empezó a diluir con Zapatero silenciosamente, aunque Carmen Calvo fue una ministra de Cultura con un discurso atrayente, porque venía de una sensibilidad poética del derecho entendido como nervio social. Se logró mantener un precario equilibrio entre los viejos días dorados y el presente titubeante, entre otras cosas, gracias a la Fundación Pablo Iglesias, presidida por Alfonso Guerra y dirigida por Salvador Clotas -también al frente de la revista Letra Internacional-, se convirtió en un oasis de humanismo no ya socialista, que también, sino ilustrado, antropológico, histórico, artístico y literario, en un país que parece abocado, desde hace años, a disolver sus luces entre hondonadas de intolerancia y un alarmante vacío intelectual de amplitud relativista. Tanto en las exposiciones -recuerdo la estupenda sobre el fotógrafo Marín, la de carteles de la guerra civil y la de sus corresponsales extranjeros-, como en los foros de memoria -estupendo el vivido en Orihuela sobre Miguel Hernández-, y mil asuntos más organizados por la Fundación Pablo Iglesias, se venía a decir: Eh, que estamos ahí, que el viejo PSOE todavía sigue aquí, que la mano extendida de Antonio Machado vuelve a tocar los días azules en un nuevo Colliure, como si nos pudiéramos reencontrar con el mismo niño que fue Antonio Machado, mientras paseaba por El Retiro con su padre, al descubrir a Pablo Iglesias aupado sobre una caja de madera, hablando a un corro de gente de justicia social y de igualdad, con su germen de símbolo.

Pedro Sánchez tiene derecho, como secretario general electo, a redefinir los cuadros de mando del partido: con Guerra está apartando, si no exactamente a un adversario, sí a un elemento libre y crítico, de esos que no hay en otras formaciones, un peso de plomo en su discurso dentro y fuera del partido: porque las declaraciones de Guerra, en entrevistas o artículos, son bombas con efectos directos, pero también retardados. Quizá el propio Guerra, todos estos años, se ha encontrado con situaciones parecidas. Pero creo que la política de hoy está ocupada por demasiadas mochilas en las que no hay libros de Antonio Machado, sino quizá algunas buenas citas de Eduardo Galeano. No se precisa una ruptura radical, sino la asimilación de los contrastes que nos vuelven complejos y también nos definen. No puede haber una sola manera de hacer y pensar las cosas, incluida Catalunya, y el consecuente archipiélago posible de naciones.

El PSOE internacionalista, lejos de diluirse en la pólvora independentista, necesitaría fortalecerse con otras voces de tiempo y otros temperamentos, mientras toma el presente. No sé qué perfil darán ahora a la Fundación Pablo Iglesias, pero sí que ha sido una gran institución en mitad de un erial politizado. El mensaje lanzado ya no es la unidad, sino el dogmatismo implacable. Más allá de las estrategias inmediatas, el legado del PSOE, con responsables de políticas culturales tan brillantes como Joaquín Leguina y Salvador Clotas, no puede prescindir de su edad de plata. Alfonso Guerra, que aún la representa, es una amputación sectaria y demasiado costosa para el poema de un PSOE que parece más empeñado en su cirugía estética que en conquistar la realidad.

* Escritor