Imagina el poblado más recóndito, tres días sin cobertura ni móviles, sin internet, sin ruido, más allá del maullido lastimero de un meloso gato blanco que cada día hace siete kilómetros en busca de caricias.

-- ¿Habrá pasado algo en el mundo?

Imagina la nada, o unos cuantos paseantes en busca de un lago sin ninguna preocupación en la cabeza, solo mezclados con la naturaleza.

-- ¿Cómo es posible que la gente no quiera llegar hasta aquí?

Imagina que no pasa el tiempo, o que no te das cuenta de él. Imagina que tienes que volver.

Volver.

Volver atravesando pueblos de nuestra provincia y comprobar que desde temprano la gente ya camina por las afueras, muy abrigada. ¿Cuántos sabrán que en unas horas hay un partido entre el Córdoba y el Mirandés?

La ciudad. ¿Cuánto tardará el primer pitido, la primera bronca, el primer bocinazo?

Otra vez volver a esquivar gente y humo. Me pongo detrás de un autobús y pienso: Un año de vida menos. Intento no respirar muy profundo. Al menos se nota que es domingo por la mañana y 3 de enero, y los primeros días de enero la ciudad aún está apagada. Huele a churros. No parece que haya fútbol, salvo por la leve fila de coches junto al río, y ya en el cruce del estadio, por los pitidos estresantes del policía que dirige el tráfico.

Las taquillas. ¿Y esta cola de gente? Agotados fondos y preferencia. Igual una de las cosas que ha pasado en el mundo es que han regalado entradas. Qué extraño tanto ambiente en un día tan apático. Atravieso varias hileras. Qué pena ver en una de ellas al histórico Jose Luis Navarro, aguantando la cola de la tribuna para entrar como uno más. No me imagino a Gento haciendo cola en el Bernabéu. Me dan ganas de pararme y decirle que me parece tan injusto, tan poco delicado que le traten así, pero sigo mi camino, y él se mantiene estático porque la hilera no avanza.

Más allá del gol del Mirandés, todo transcurre con normalidad hasta el tanto anulado. Entonces, miles de personas comienzan a gritar contra la misma persona. Me cuesta acostumbrarme: Hace unas horas no escuchaba ni a los gallos. Percibo una similitud con el poblado: Miro al cielo y no sé qué hora es. Podría estar a punto de anochecer, con esta neblina. Y empieza a llover. Pero con tanto ruido las gotas no se oyen. Nos perdemos muchos sonidos en la ciudad.

El penalti se ve desde lo alto del anfiteatro. Lo siguiente ya me lo sé: Ruido. Silencio. Ruido, pero menos. Nadie se lo cree. Sobra más de media hora. Tiene pinta de tostón. Me vienen a la cabeza unas gallinas que he visto estos días paseando por mitad de la carretera, cruzando sin mirar, ajenas a los pocos coches que podrían pasar para perturbarlas, cuando Xisco me devuelve a la tierra con su gol. Más ruido. El máximo. A ver lo que dura.

El ruido dura hasta el final, pero es un ruido vacío. Entre una expulsión, la desidia de López Silva al escuchar a su entrenador, el cabreo de Markovic por no jugar, un larguero y más ruido con cada decisión del árbitro, concluye el partido.

Un lamento, un murmullo, un tibio aplauso y un silencio, un silencio que a casi nadie le habrá gustado.

Tanto ruido para acabar así, mirando al suelo.

Volver para no tener nada que contar. ¿Quién se habrá enterado de lo que ha pasado hoy aquí? En estas dos horas la vida no se ha parado para casi nadie. La gente del pueblo seguirá paseando por las afueras, el gato seguirá haciendo sus siete kilómetros diarios para buscar cariño, y quién sabe si un nuevo hogar, y las gallinas caminarán por mitad de la carretera sin ninguna preocupación. Tanto ruido para nada.

La vida sigue, aunque a veces no lo parezca.