Solo queda aguardar con actitud estoica al desenlace matemático de un descenso anunciado ya hace tiempo. Es decir, nada nuevo bajo el paraguas y la tempestad. Ni siquiera esa chispa efervescente ante el Dépor la semana pasada, o la posibilidad matemática de asirse a una esperanza tan fugaz por los síntomas como irreal por el comportamiento colectivo, y que pasaba por ganar anoche al Elche y esperar al resto para recortar puntos con los de arriba, pudieron con la aplastante sentencia de la realidad. El Córdoba lleva tiempo en Primera con un traje de Segunda que le queda plantado.

La historia que dejará en los anales esta vuelta a la élite quedará a fuego por su machacona insistencia. Quedan aún siete estaciones de suplicio. Siete. De momento, tres victorias en 31 jornadas, solo una en casa, un balance tan demoledor que es incontestable. Quienes busquen argumentos imposibles para la remontada épica va lo siguiente: haría falta ganarlo todo para una media muy ajustada. Es decir, adiós a Primera salvo milagro de proporciones bíblicas.

En lo deportivo, ese arreón de orgullo tardío y vuelta atrás con Romero (ayer con Ghilas, Cartabia, etc) fue más hervor que cocción. Apenas duró diez minutos esa salida en hilo a la mejor versión del equipo en La Coruña, cuando puso en punto álgido la ilusión del que busca en la fe su esperanza, dado que ni entonces valió para mucho --un punto insuficiente en Riazor-- y anoche para aún menos: 0-2 ante un Elche que se va también con lo justo y los tres puntos. Hace falta muy poco para superar a este grupo mal avenido y endeble, en lo moral y en lo laboral. Diez minutos escasos de ímpetu engañoso que atemperado con dos capotazos tiene el mismo final que una mala lidia. Despedida con bronca al palco y a los oficiantes.

En lo emocional, los decibelios y la intensidad del enfado va en proporción al desastre. Anoche, y comienza a ser una reiteración normal por las circunstancias, la mayoría del cordobesismo apuntó de nuevo a los jugadores y al palco. Teniendo en cuenta lo lejos que queda aún el final de Liga, a mes y medio vista, y la tendencia de autodestrucción, el trayecto se prevé angustioso. Mal asunto si provoca un contagio a ambos lados de la trinchera que se abre a pasos agigantados entre dos mundos condenados a entenderse (mientras siga la actual propiedad) para construir un futuro mejor que el actual. El caso es que lo único bueno que tiene la situación, por duro e inoportuno que parezca en medio del dolor, es que el Córdoba de Carlos González dispone de tiempo suficiente para analizar la situación y no caer en los mismos errores de cara a la próxima temporada. Sin paños calientes, sin trampas ni cartón. Porque al otro lado de ese telón que anoche cayó de golpe hay una afición que solo despierta empatía y felicitaciones por esta liga desproporcionada. 31 jornadas después, solo el cordobesismo, partido tras partido, golpe tras golpe, ha demostrado que está al nivel que exigía la categoría. Casi lleno sobre lleno y mucho respeto, dentro de los márgenes de una indignación normal a la situación del equipo, por más dura que sea la caída: ahí sigue.

Porque el fracaso consiste en no persistir, en desanimarse después de un error, en no levantarse después de caer, dijo Edison. El cordobesismo se lo merece.