En tiempos tristes siempre viene bien un musical, algo que nos saque de la realidad circundante gracias a esos números en los que se detiene la acción y los personajes cantan y bailan, deteniendo el tiempo, trasladando al espectador más allá de las estrellas, al mundo donde los sueños se hacen realidad, a la tierra soñada, como se alude en el título original de esta La ciudad de las estrellas, película dirigida por el joven Damien Chazelle, quien ya apuntaba maneras con su anterior producción (Whiplash). Y el resultado es magnífico, porque no sólo consigue este realizador que alguien salga de la sala tarareando su leitmotiv o dando unos pasitos de baile, que no es poco, sino que, además, logra que más de uno añore quedarse a vivir en esta ensoñación, por supuesto, que bebe de tantas otras obras maestras de la historia del género.

Porque desde que arranca el filme con ese acertado plano secuencia construido en medio de un descomunal atasco de tráfico en una autopista de Los Ángeles, sabemos que no dejaremos de asistir durante las dos horas a un conjunto de homenajes a emblemáticas películas por parte de alguien que ama el séptimo arte, incluso se incluyen dentro del argumento algunas localizaciones que empujarán al público a algún que otro nostálgico déjà vu, como el observatorio de Rebelde sin causa de Ray, muy recurrente aquí.

Lo romántico inunda la pantalla, como marcan los cánones, mediante el típico esquema conocido como «chico conoce chica» (encantadores Emma Stone y Ryan Gosling) y sus complicaciones posteriores cuando los protagonistas son artistas o aspirantes a ello y tienen que decidir lo que hacer con sus vidas; aunque, como podemos apreciar en el último tramo del fime, el juego del tiempo y lo que podría haber ocurrido -como hiciera Neville en La vida en un hilo- posibilitará una nueva visión de la trama en el amor de esta pareja formada por un músico de jazz y una actriz.