Impecablemente vestido de celeste y oro, el capote de paseo bordado con la Virgen de los Dolores descansando sobre el brazo izquierdo, la montera calada y un cigarrillo recién encendido entre los dedos de la mano derecha, Manolete sale del Hotel María Cristina de San Sebastián en la tarde del 16 de agosto de 1947 para dirigirse al coso del Chofre, la primera plaza del norte que pisó como matador de toros y la primera donde resultó herido por un Mora-Figueroa. En la penumbra de chiqueros, una hermosa y seria corrida del Marqués de Villamarta aguarda el momento en el que los clarines y los timbales ordenen su lidia y muerte por Juanito Belmonte, el Monstruo , que actúa por décima vez ante la afición donostiarra, y Luis Miguel Dominguín.

Trasteando en tablas al dificultoso quinto, un gesto con la cabeza de Manuel Rodríguez delata la imposibilidad de lucimiento, ademán que es aprovechado por unos despiadados para injuriar a su madre, una brutal ofensa donde la sinrazón aflora sin atenuantes como la condición del astado o las orejas conseguidas por el torero cordobés tras la faena completada al segundo de la tarde. El ultraje levanta de su asiento a un aficionado cuya localidad se encuentra próxima al lugar del matador, que se enfrenta abiertamente a los provocadores. Manolete reconoce de inmediato la voz y sin apartar la mirada del toro le dice: "Gracias, Torerito. Déjalos. Serán de Bilbao y han venido aquí a meterse conmigo". Se trataba del novillero sevillano de los años treinta Pedro Ramírez Marín, Torerito de Triana .

Las palmas se imponen a algunas protestas cuando los areneros borran las huellas de la lidia. Manolete entra en el callejón y Matías Prats, que transmite la corrida por Radio Nacional de España, lo requiere para entrevistarle. El torero se acerca al burladero donde se cobija su paisano y comenta: "Me piden más de lo que puedo dar. Sólo he de decir que tengo muchas ganas de que llegue el mes de octubre". La hostilidad del público está haciendo mella en su ánimo. Días antes, en esta misma plaza, ha confesado a su amigo Arruza: "Yo no puedo seguir así, Carlos". El desaliento ante el acoso se refleja en su rostro cuando, apoyado en la contera de la barrera, sigue la lidia del sexto. Su mirada parece perdida en la arena donde cinco años antes, Ribereño, un saltillo de Félix Moreno, le hirió en la mejilla izquierda dejándole una cicatriz en la comisura del labio para el resto de sus días.

Al caer la noche la cuadrilla cena y se relaja comentando las incidencias de la corrida en el restaurante Legorburu de la calle Hermanos Iturrino. Manolete aprovecha la ocasión para acudir a Villa Iru, frente al casino de la playa de Miraconcha, distinguida zona residencial al sur de la bahía de la Concha donde veranea su madre, que en junio abandonó Córdoba buscando la brisa del Cantábrico y el suave clima de la señorial urbe que se extiende a la sombra de los montes Igueldo y Urgull. Impacientes, aguardan doña Angustias y su hija Teresa, junto a sus nietas Lola, Encarnita y Rafaela, a las que el torero abraza al llegar y pregunta si tienen un vaso de vino fresco. Todo parece poco para él, que distendido aprovecha el encuentro familiar para olvidar las ingratitudes del traje de luces.

Mientras la luna refleja sus rayos de plata sobre el espejo de la bahía y el cielo luce un radiante palio de estrellas, madre e hijo saben que llega el momento de decirse adiós. Hay que partir para cumplir compromisos que comienzan a pesar, aunque consuela pensar que todo acabará con la retirada, decidida para final de temporada. La noche luce todo su esplendor cuando los brazos que dominan las más ásperas embestidas rodean tiernamente la cintura de la mujer que le dio la vida, la albaceteña que con cuatro años de edad llegó a Córdoba para convertirse en doble esposa y madre de toreros. Manolete bromea con su hermana y las niñas antes de abrazar y besar a su madre, que junto al flamante coche del matador delata con sus lágrimas la preocupación que le embarga por quien viaja a Toledo para jugarse la vida.

El día de San Agustín Manolete torea una de Miura en Linares. Inquieta tarde de rezos en Villa Iru, donde anochece y el teléfono no suena a la hora de costumbre. Pasadas las nueve, Encarna atiende la anhelada llamada y muestra su extrañeza al no escuchar la voz del tío Manolo. Quien está al otro lado es Máximo Montes Chimo , el mozo de espadas. Dice que el torero ha sufrido un puntazo, algo parecido a lo de Madrid, pero que ha sido operado y todo va superior. El escudero del héroe sortea como puede la situación e insiste que no deben dar importancia a las noticias de la radio. Antes de colgar requiere especial cautela en cómo decírselo a la abuela, que es mayor y no debe sobresaltarse. Nada ni nadie puede impedir que la preocupación estreche el círculo familiar alrededor de una radio en espera de noticias tranquilizadoras.

José Flores Camará telefonea a Pablo Martínez Elizondo informándole de la gravedad de la cornada. El apoderado aconseja el regreso de la madre del torero y lo encomienda a su interlocutor, que inmediatamente acude a Villa Iru y con su presencia inquieta el ánimo de la familia. Con palabras tranquilizadoras el empresario vasco sugiere a doña Angustias que viaje a Linares y se ofrece a llevarla; considera que a Manolo le agradará verla a su lado después de la operación. Pero este argumento agudiza el sexto sentido de quien ha entregado su vida a tres toreros, que intuye que ocurre algo desagradable y pide explicaciones. La confusión aumenta ante evasivas que si algo aconsejan es permanecer prudentemente en San Sebastián. Sobre las once de la noche, sin que el engaño de buena fe del emisario haya surtido el efecto deseado, doña Angustias emprende viaje y calla. Sabe mejor que nadie que su hijo no quiere tenerla a su lado cuando resulta herido.

Los faros del automóvil del Duque de Villapadierna iluminan la carretera. Lo ha cedido para la ocasión a Chopera , que sortea curvas y procura distraer a la madre del torero, acomodada en el asiento trasero junto a Encarna, la nieta que siguiendo los pasos de la abuela contraerá nupcias

con Agustín Parra Parrita y será esposa y madre de toreros. En el trayecto doña Angustias rememora la conversación que tuvo con Manolo cuando a mediodía velaba armas en el Hotel Cervantes. Ambos habían disimulado la preocupación propia de los días de corrida hablando del calor de Linares y su contraste con la suave temperatura de San Sebastián, breve charla donde no falta el deseo de suerte y la recordatoria de que llame por la noche. El monótono rugido del motor y la penumbra del interior del coche provocan fugaces cabezadas, constantemente desveladas por

una inquieta pregunta: ¿Qué hace camino de Linares si todo transcurre con la normalidad que asegura Pepe Camará?

Nada es normal en el Hospital de los Marqueses de Linares, donde la preocupación por el estado

de salud del torero aumenta con el paso de las horas. Al reanimarse de la segunda intervención,

Manolete tiene palabras de ánimo para todos los miembros de la cuadrilla, aunque poco después se nota mal y lo comunica los que le rodean. Pide las medallas para invocar su divina protección; desde la alternativa suma veintinueve cornadas y en ninguna sintió peligrar su vida como en la que

iguala los años que cuenta. Muy débil, se esfuerza en mantener los ojos abiertos. Anhela más

que nunca la llegada del nuevo día. Pero la noche no tiene prisa en plegar su velo negro. Los médicos tranquilizan al torero, aseguran que todo va bien, pero teme lo peor y, angustiado, piensa en San Sebastián, donde supone a la mujer a quien quiere evitar cualquier sufrimiento, y deja que sus labios liberen la pena que embarga su alma: “¡Qué disgusto se va a llevar mi madre!”.

El automóvil que cruza España no llegará a Linares, sino a Córdoba, que en las postrimerías de

agosto parece más lejana y sola que nunca. Sobre las cuatro y cuarto de la tarde del viernes doña Angustias entra en el chalet familiar de la avenida de Cervantes y se desvanece al contemplar la capilla ardiente de su hijo. Destrozada por la pena, abraza fuertemente el cadáver y no cesa en llantos y sollozos. La conmoción por la fatal cogida estremece a todo el orbe taurino. Linares ha suspendido sus fiestas y consuela su dolor con tarantas y vino amargo. Guadalquivir abajo, la ciudad de la mezquita levanta la mirada al cielo para entonar la más honda y contrita de sus soleares. Teresa, Lola y Rafaela abandonan San Sebastián. Al partir, con los ojos bañados en

lágrimas y un nudo atenazando la garganta, recuerdan que allí fue donde besaron por última vez al rey de los toreros.