Se llama Rafaela de la Vega Barbudo, está a punto de cumplir 103 años y es la última modelo de Julio Romero de Torres que aún vive. La pintó con unos 16 años en el cuadro que tituló La niña de la tanagra --el mismo que el pasado jueves se vendía por 200.000 euros en una subasta en Madrid--, y desde entonces esta cordobesa que aún te taladra con sus ojazos negros ha llevado con tanta discreción como orgullo el haber posado para uno de los artistas más famosos de su época. Un pintor cuyos retratos --amables al primer golpe de vista, cargados de simbolismo y mensaje subliminal en lo hondo-- se disputaba la crème de la crème de una España en la que convivían damas exquisitas con gitanillas y hembras de la calle, como en sus lienzos. Hoy, 84 años después de su desaparición, Julio Romero sigue reinando después de morir. La prueba son las continuas pujas por sus obras, su recién remodelado museo y los actos que Córdoba celebra en recuerdo del 140 aniversario de su nacimiento, que se cumple el 9 de noviembre.

A todo esto vive ya ajena Rafaela de la Vega, aislada a causa de los demonios de la edad en su piso de la localidad madrileña de Alcobendas, donde pasa la mayor parte del día sentada en su butaca del cuarto de estar sin perder la sonrisa que, cuentan, la ha acompañado toda la vida. Aun así, en las horas más lúcidas, cuando se le pregunta (a voz en grito, porque Rafaela se ha quedado sorda) si recuerda aquellos días juveniles en su Córdoba del alma y su paso por el estudio de Julio Romero de Torres, se le escapan chiribitas de la mirada y, componiendo un coqueto gesto, responde que "claro que sí", y que fue "una cosa bonita que no se olvida".

'LA BONITA DEL BARRIO' En realidad La niña de la tanagra , o Tanagra , que en esto del nombre las fuentes no se ponen de acuerdo, no fue el primer retrato que hizo el pintor a aquella chica de rostro quizá no tan delicado como el de otras modelos, pero expresivo, gracioso "y muy cordobés", según Esperanza de la Vega, su sobrina y cuidadora. Antes la pintó, con unos 15 años, en el lienzo La bonita del barrio ; un cuadro de cuyo paradero no tiene ni idea la familia y en el que ella aparecía sentada y con una manzana en la mano. "Julio Romero le decía a mi tía: 'Toma, llévate la manzana y te la comes por el camino', era muy simpático", elogia Esperanza, jubilada del comercio y tan aficionada a la pintura que reprodujo, a su modo, el cuadro ahora vendido en la sala Durán, copia que preside el salón de la casa.

Todo había comenzado por la amistad que mantenía con Romero de Torres el padre de Rafaela, Ángel de la Vega Diéguez, un conocido pastelero que tenía confiterías en la calle Alfonso XIII y en La Fuenseca. De sus cinco hijas (antes habían nacido cinco varones y otra niña que murieron) al pintor le atrajo especialmente la pequeña, a la que quería incluir en su catálogo de "chiquitas buenas", como las llamaba, muchachas sacadas del pueblo y con rasgos capaces de transmitir emociones.

El padre de Rafaela en principio puso resistencia al ofrecimiento del amigo. "Le asustaba la fama de pintar desnudos que arrastraba, algo escandaloso en Córdoba", comenta su sobrina. Pero nadie se resistía al encanto de Romero de Torres, y Ángel de la Vega acabó por mandar a Rafalita al estudio de su amigo. Aunque no sola, la acompañaba de carabina la madre de Esperanza, Rosarito, cinco años mayor que su hermana y a la que también acabó retratando. "La pintó sentada en una silla que está en el museo, y se le veía hasta la sortija que llevaba puesta --apunta entusiasmada Esperanza--. La cosa vino porque Rafalito, su hijo, reparó en la cara de mi madre y le dijo a Julio Romero que con lo bonita que era por qué no la pintaba también". Y lo hizo, pero nunca supo dónde fue a parar aquella pintura ni cómo la tituló. "Julio tenía dudas --explica Esperanza--; decía que mi madre tenía una cara 'muy señorita' y no se parecía a las gitanillas que solía retratar".

'CABECITAS' FRUSTRADAS / Cuando acabó de pintar a las hermanas, agradecido, el maestro mandó con ellas un mensaje a su amigo: "Decid a vuestro padre --recuerda Esperanza-- que voy a pintar una cabecita de cada una de vosotras para regalárselas". Pero la muerte del artista, al que la enésima crisis hepática que sufría quebró en lo mejor de la madurez creativa una vida de vértigo, dejó a Rafalita sin su pequeño retrato y a Rosarito también, pues aunque Julio acometió este último no le dio tiempo de terminarlo. De regreso a Córdoba comido por la enfermedad, el pintor se pasaba los días en su vivienda-estudio de la Plaza del Potro del caballete a la cama, como si una actividad frenética pudiera ahuyentar a la parca. Pero esta cortó de repente el hilo, dejando a la ciudad envuelta en un duelo como muy pocos se recuerdan y a Rosario con su carita guardada en el museo.

Ese fue el destino de los cuadros que Romero de Torres dejó inacabados, en manos de los herederos. Sucedió por ejemplo con La monja , el último que pintó a María Teresa López, más conocida por La Chiquita Piconera, su modelo favorita. Y pasó lo mismo con el magnífico retrato a tamaño natural de Magdalena Muñoz-Cobo, condesa de Colomera, a la que representó con 18 años como reina de las fiestas de 1930 a modo de un regalo de bodas que nunca llegó a entregar. Dos cordobesas de biografía muy dispar que poco antes de fallecer dejaron en este periódico (31 de octubre de 1999) el testimonio de aquella decepción, suavizada, eso sí, por la satisfacción de haber sido llevadas al lienzo por Romero de Torres.

"Tras su marcha de Córdoba en los años cuarenta, una de las veces que volvió, en el 2000, mi tía quiso visitar el museo y yo la acompañé, y con lo ocurrente que ha sido siempre, preguntó en la puerta: '¿Es gratis para las modelos?'. Nos presentaron a la directora, Mercedes Valverde, y ese año Tanagra fue cartel de la Becerrada de la Mujer Cordobesa", relata entre risas Esperanza. Esta, días antes de la subasta, visitó la galería Durán para contemplar la figura familiar de la joven que sostiene una estatuilla clásica en la mano, y no le gustó el estado actual de un lienzo que ni soñando podría haber adquirido. "Está muy oscuro, como ahumado --lamenta--, necesita una buena limpieza".

¿Pero cómo era aquella joven que encandiló al pintor? "Muy guapa, delgada y coqueta, le ha gustado vestir bien, y siempre estaba cantando. La afición por la música es cosa de familia, pues mi padre, que llevaba con orgullo que su mujer hubiera posado para Julio Romero, era barítono del Centro Filarmónico, y ella cantaba de solista en la iglesia y saetas en Semana Santa". Así la dibuja Rafi García, una de los tres hijos que tuvo en su matrimonio con Pedro García González, joyero engastador ya fallecido. Rafaela, que había vivido con sus padres en la calle Gutiérrez de los Ríos, se casó con él tras la guerra y se asentaron en Cardenal Herrero, si bien por poco tiempo. Los rigores de la postguerra hicieron a la pareja emigrar a Madrid.

Y allí sigue esta centenaria animosa que aún canturrea cuando se levanta con buen pie. Como el día que le organizaron una fiesta al cumplir 100 años, que Rafaela disfrutó a lo grande rodeada de sus hijos, sus 13 nietos y otros tantos bisnietos. "Aunque no ha trabajado fuera de casa, siempre ha sido muy activa, y le ha encantado leer, sobre todo biografías de santos --concluye su hija--. Ahora está ya más tranquila, pero deseando la fiesta que le espera el 27 de diciembre, cuando cumpla 103 años".