¿Tan difícil era? El AVE tenía aire acondicionado; la grada, no. Lo sabían. El desayuno y la comida tenían que ser completos, hidratos, pero sobre todo, agua. El zumo estaba fresco, pero en la terraza hacía calor. Ellos lo sabían. La ropa estaba húmeda, pero la azotea hervía. Claro que lo sabían. La carretera tenía sombras, pero igualmente había que retorcerse para escalar el puerto. Los once lo sabían y esta vez tendrían que asumirlo delante de todos, no en el tren más lujoso a mil kilómetros.

Ellos no se podían permitir más lujos. Ellos cobran por correr. Y esos anónimos de los que hablábamos la semana pasada hoy aún tienen más mérito. En mis piernas no sé si tengo sudor o agua. Intento estirarme la camiseta para restregármela por la cara, pero se queda pegada al cuerpo. Me pican los ojos y me falta bebida, y por eso me doy la vuelta un kilómetro antes de lo previsto, porque no tengo agua y no sé dónde echar todo este sudor. Pero ellos tienen el banquillo plagado de botellas.

El agua es más importante que la propia comida en el deporte. Si ellos no lo saben, el médico se encargará de recordárselo. Me llevo la botella al estadio.

Me la quitan.

No puedo entrar con una botella por seguridad, y sin embargo, nadie piensa en la seguridad de los jugadores cuando se fija un partido en Córdoba el 22 de mayo a las seis de la tarde. Insisto dos veces, pero la botella acaba en el portabidones, bien fresquita que estaba, al alcance de quien pase por ahí y se la quiera llevar. Doy por hecho que la he perdido.

Entro al estadio.

Tengo mucha suerte. ¡La sombra! ¿Y los del sol? Aguantar ahí, eso sí es pasión. Sudan sin hacer nada. Los del césped lo saben. Por eso hoy no pueden escabullirse.

Correr. Yo sé que es difícil, que no les gusta, que lo único que quieren es el balón, que si les cuesta en invierno, más en primavera. Pero hoy tienen que correr. Manchar sus pulcras camisetas, inmaculadas, solo blanco y verde, ni una línea negra en memoria de Pepe Urbano, siete temporadas en el Córdoba, no hay silencio para él.

Hoy lo que hay son aplausos. Hoy los jugadores sí los quieren, por eso corren, y los tienen. Son matemáticas.

Me llega olor a chocolate de un puesto de churros. Hoy quien ha venido al estadio ha tenido que vencer muchas tentaciones y gastarse unos cuantos euros en botellas de agua, pero también ha podido aplaudir al equipo, ha visto cómo su máximo goleador marcaba en casa por última vez y cómo se despedía de la gente cuando ya nadie quedaba en el césped, cómo alzaba y movía sus brazos diciendo adiós a quienes seguían aplaudiéndole, al sol.

Fueron muchas cosas llamativas las que sucedieron ayer.

La última, que mi botella de agua seguía ahí, sobre la bici, nadie la había tocado. Quizá porque estaba hirviendo. En cualquier caso, gracias. Gracias a toda la gente honrada.