Seguimos en sábado noche. Es difícil explicar a cien kilómetros de aquí, en otra provincia, durante un cumpleaños, que el Córdoba va casi primero con el equipo que ha hecho.

-- De verdad, que no es normal, que es engañoso, que no tiene plantilla para estar ahí.

-- ¡Pero qué dices, si va primero!

Es más difícil aún si la niña más pequeña de la fiesta insiste en que la levantes para tocar el techo del salón con la mano porque el año pasado lo hacía y este año quiere repetirlo. Pero no entiende que este año ya pesa más y que no puedo levantarla tan alto. Aún así lo intento y casi lo toca, pero no lo toca, y se enfada. Avisada estaba.

Domingo por la mañana. Oigo a lo lejos el balido lastimero de una oveja pequeña. Se ha caído al canal, que apenas tiene agua y no le cubre ni las pezuñas, pero no puede salir. Pese a sus intentos de escalar, resbala. El resto del rebaño continúa hacia delante, y solo una se detiene, preocupada. No hay ningún pastor. No sé cómo llegará arriba. Yo mientras corro. Hay charcos pero no son un incordio. Ni siquiera evito la parte más embarrada. Barro en los tobillos. Creo que en el camino de regreso lo voy a pasar fatal porque ahora tengo el aire a favor y luego me dará en contra, pero por algún motivo, al darme la vuelta, voy más rápido. Me sorprendo a mí mismo.

Cuando pasan cosas que nadie entiende.

Domingo por la tarde. Llueve. Da igual, para eso me compré este horroroso chubasquero azul marino.

-- Vete en coche, que llueve.

La manía de temer a la lluvia; la manía de temer a pequeñeces. Solo me entra agua en los tobillos por culpa de unos cuantos charcos, de un pantalón demasiado corto y de un conductor agresivo y malhumorado.

Venga, apunta, a ver si resulta que el Córdoba es un buen equipo y tú no tienes ni idea.

Ridículo. Suena ridículo que la megafonía cante porque entona fatal y porque la gente, que abarrota el campo, no lo necesita.

Precioso. Suena precioso el golpeo del balón de esa niña de tres años que hace el saque de honor, un bonito homenaje a todos los donantes de órganos.

En siete minutos empiezo a llenarme de argumentos para citarlos en el próximo cumpleaños. Tenemos al central por los suelos, con amarilla y penalti en contra. Pero 38 minutos después, el público sonríe. Creo que llevaba años sin ver a la gente contenta en el descanso.

Dura poco. Esto vuelve a tener mala pinta.

Al menos me estoy divirtiendo. Miro a mi compañero, que antes de empezar había pronosticado: "Tarde de expectación, noche de decepción". Y parecía que sí, pero no.

Otra sorpresa. De nuevo lo inexplicable. No sé cuántas sorpresas llevamos ya este año. No entiendo nada; de verdad que no entiendo nada. Seis minutos de descuento, la gente mira al cielo, aún no llueve. Ni siquiera hay excesivo sufrimiento. Colíderes. A ver cómo lo explico.

Cuando pasan cosas que nadie entiende.

Se hace de noche.

Espero a que se vayan los coches y, mientras, pienso que hay cosas que no son posibles, que por mucho que quieras o que duela, no son posibles. No es posible que una oveja pequeña pueda salir por sí sola del canal; no es posible que una niña de siete años toque el techo de su salón; no es posible coger la bici sin que un conductor me increpe. No es posible, pienso, y sin embargo a veces ocurren cosas increíbles sin saber muy bien por qué.