Ni sabía el nombre del pueblo. Ni que pararíamos. Ni que ahí había un pueblo.

Aizarna.

Hay que coger tres carreteras secundarias para llegar. Después de que el cura de Bidania-Goiatz, Pedro Ignacio, Kepa para los fieles, nos llenara los bidones de agua, teníamos que llegar a Régil y ahí coger el desvío. Pero Régil en euskera es Errezil, y paso de largo. Podíamos haber seguido hasta Azpeitia, que era cuesta abajo y el camino más directo, y ocultar mi error a Pepe, pero una carretera amarilla en el mapa es demasiado suculenta, así que aún sabiendo que me expongo a críticas, damos la vuelta y remontamos el río en busca de la GI-3730, sin duda, la carretera más mágica de cuantas vimos en el País Vasco.

Tras cinco kilómetros de ascensión, con el sol cayendo entre verdes campos, viejas ermitas y caseríos dispersos, aparece José Mari, el santero, pero entonces aún no lo sabíamos. Solo que había vivido en Barcelona y Galicia, que lleva dos años jubilado y que se dedica a pasear con su perra Uka, aislado de cualquier población.

La primera foto se la hago desde lo alto de la carretera, él entre unos arbustos, no se da cuenta. Suelo hacerlo cuando un personaje me intimida, o creo que no voy a ser capaz de pedírsela o presagio que se va a negar. Es trampa y no me gusta, pero no lo puedo evitar. Me cuesta entender a José Mari. ¿Cuánto tiempo llevará este hombre sin hablar con nadie en castellano? ¿Y sin hablar? Es un momento fugaz, una conversación intrascendente, pero una imagen de la que no quiero despegarme, con el valle al fondo y el atardecer presumiendo en nuestras narices.

Pierdo la cabeza haciendo fotos.

Las campanas anuncian las nueve de la noche cuando llegamos a la plaza de Aizarna. El pórtico de la iglesia es amplio, hay una fuente de agua potable y un bar abierto. Suficiente para acampar.

Entramos al bar de Kontxi y Gexala. Cuando decimos que nos hemos encontrado a un hombre en lo alto del monte, exclaman:

- ¡No será Che Mari!

- Sí.

- ¿Y os ha tratado bien?

Me sorprende la pregunta. Entonces nos dicen que Che Mari es santero, que antes cogía mechones de la gente y los tiraba a un pozo, que anda por ahí, sin relacionarse mucho, solo con su mujer. Me sorprende que tenga mujer. Nos cuentan que el lugar donde lo hemos visto se llama Santa Engracia, y que por las noches solían encender fuegos para guiar a los navegantes, y que Juan Sebastián Elcano dejó en su testamento una enigmática petición: “Item mando a Santa Engracia, de Aizarna, un ducando de oro”.

En el bar hay un hombre muy borracho. Nos invita a dos botellas de sidra, jamón y queso. Luego insiste con pacharanes. No me deja que le haga una foto. Dice que nadie le quiere, salvo su perra. Con el dueño del bar hablamos de la política vasca y de cómo lleva la vida aquí. Es el encargado de repartir el pan todos los días por los caseríos. El borracho se queja de que le hayan quitado el carné de conducir. Salimos del bar achispados.

Han encendido las luces del pórtico, así que trasladamos la tienda de campaña a la parte trasera de la iglesia, que hay césped y oscuridad. Hace una noche tan agradable que cojo el saco y me salgo a dormir al aire libre. Es muy placentero. Cuando amanece compruebo que estamos en la puerta del cementerio.

Imágenes de José Mari y su perra, en la carretera GI-3730, entre Régil y Aizarna (Guipúzcoa), a la altura de Santa Engracia, la tarde del 9 de julio del 2019.

Pepe, en el pórtico de la iglesia de la Asunción, en Aizarna (Guipúzcoa), donde acampamos la noche del 9 de julio del 2019.