Sería absurdo hablar de don Manuel Azaña sin referirse al «problema catalán». De entrada hay que decir que el «hombre de la República» que en 1932 apoyó el Estatuto de Cataluña años más tarde se opuso frontalmente a la proclamación de la república independiente proclamada por el mismísimo president de la Generalitat, Lluis Companys. No hay más que leer los discursos que pronuncia en el Parlamento entre abril y junio de ese año para dejar claro su postura sobre las aspiraciones del catalanismo más radical.

«El patriotismo no es un código de doctrina -diría a los que atacaban el Estatuto desde las raíces más patrióticas-, el patriotismo es una disposición del ánimo que nos impulsa, como quien cumple un deber a sacrificarnos en aras del bien común, pero ningún problema político tiene escrita su solución en el código del patriotismo».

Azaña, está claro, se erige en el gran defensor del Estatuto (aprobado en Cataluña en un referéndum con mayoría aplastante), pero como jefe del Gobierno que es cuando comienzan a discutirse los 52 artículos que lo componen sin amilanarse saca las tijeras y va recortando sin contemplaciones hasta dejarlo en 18 artículos. Empezando por la base esencial en la que se sustentan las aspiraciones catalanistas. «El poder de Cataluña emana del pueblo. Cataluña es un Estado autonómico de la República Española», decía el texto llegado desde Barcelona. Azaña se opone y defiende lo que queda al final: «Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español». Autonomía sí, independencia, no.

También se dirige a los «moderados» que defienden medidas intermedias obtenidas tras largos regateos (diálogos) y forcejeos (negociaciones), les dice: «La política española, o la política de Madrid -como decían los catalanes- frente al catalanismo consistió en negar su existencia; no existía catalanismo ni problema catalán; y cuando ya el regionalismo, el nacionalismo y aun el separatismo hacían progresos, y progresos importantes, cada uno en su orden, en diversas zonas de la sociedad catalana, todavía la consigna de la política oficial y monárquica era que eso no tenía importancia, que eran cuatro gatos. Cuando fue indeclinable, inexcusable, incluso para combatirlo, reconocer la existencia y la importancia del catalanismo, en sus diversas formas y hechuras, y del problema catalán, entonces se adoptó una política de paliar, de sobresanar la herida con medidas intermedias sacadas con regateo y forcejeo, no siempre con pleno decoro del poder público. Esta política produjo los efectos más dañosos, porque no pudo contentar a nadie: a los catalanes, por la propia actitud de recelo, de desdén y de obligarles a esa posición del que pide, del que amenaza, del que no sabe hacerse oír; y al resto de la opinión española, señores diputados (y esto es más grave), porque se le dejó una impresión dañosa y perniciosa cuyos resultados estamos tocando ahora, a saber: que las Cortes y los Gobiernos no eran dueños de su libertad, ni de su acción, ni de su potestad, ante las aspiraciones o las pretensiones de los catalanistas, y que ningunas Cortes ni ningún Gobierno eran dueños de resistir a la coacción política de los partidos catalanes. Este fue el peor resultado de aquella política».

Aunque a esas alturas Azaña ha comprobado ya que la cuestión se agrava por la «sistemática deslealtad de los políticos catalanes». Azaña no tiene dudas: un Estatuto de autonomía no puede ir nunca contra la Constitución del Estado ni por encima de ella. «Es un concepto incompatible -dice- con la Constitución que Cataluña sea un Estado… Las regiones después que tengas la autonomía no son el extranjero, son España… Cataluña, con autonomía o sin autonomía, es una parte del Estado español». Naturalmente a nadie se le ocurre hablar del «derecho de autodeterminación». «Es pensando en España, de la que forma parte integrante, inseparable e ilustrísima Cataluña, como se propone y se vota la autonomía de Cataluña, no de otra manera».

Con el Frente Popular, ya instalado en el Poder y Azaña presidente de la República, escribiría en su obra Cuaderno de la Pobleta (1937) que había dado instrucciones para que el Gobierno recuperase los poderes que reservan al Estado la Constitución y las Leyes, «poniendo coto a los excesos y desmanes de los órganos autonómicos catalanes» y afirma haber asistido en Cataluña, «estupefacto, al desarrollo de la más desatinada aventura que se puede imaginar… No se han privado de ninguna trasgresión, ni de ninguna invasión de funciones» y como ejemplo de estas «extralimitaciones y abusos» de la Generalitat señala «La creación de delegaciones de la Generalitat en el extranjero». Y más tarde, cuando ya ha pasado del optimismo a la impotencia y al sentimiento de culpabilidad «por no haber sabido evitar todo esto», escribe, ya en el exilio, estas tristes palabras: «Nuestro pueblo está condenado a que, con Monarquía o con República, en paz o en guerra, bajo un régimen unitario o bajo un régimen autonómico, la cuestión catalana perdure, como un manantial de perturbaciones de discordias apasionadas y de injusticias».

El ilustre profesor García de Enterría terminaría su antología Sobre la autonomía política de Cataluña, en homenaje a Azaña, citando el punto 6 de la resolución número 1514 de la Asamblea General de la ONU que dice: «Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas».

Tampoco hay que olvidar como terminó aquel intento del presidente Companys de 1934 cuando desde el balcón del Palacio de San Jaume proclamó el Estát Catalá de la República catalana y la independencia de España: «En esta hora solemne, en nombre del pueblo y del Parlamento, el Gobierno que presido asume todas las facultades del Poder en Cataluña, proclama el Estado catalán de la República Federal Española y al establecer y fortificar la relación con los dirigentes de la protesta general contra el fascismo, les invita a establecer en Cataluña, el Gobierno provisional de la República, que hallará en nuestro pueblo catalán el más generoso impulso de fraternidad en el común anhelo de edificar una República Federal libre y magnífica».

Lluis Companys y todo su Gobierno, y más de 3.000 personas, fueron detenidos y encarcelados en los buques Uruguay y Cádiz, que estaban anclados en el puerto de Barcelona, transformados en prisiones. Companys fue condenado a 30 años de prisión e inhabilitación… ¡Y allí, curiosamente, estaba don Manuel Azaña!.