Yulián era un noble de finales del siglo séptimo y hombre de confianza de Witiza, el penúltimo rey godo. Tras la muerte del mismo se convertiría en el gobernador de Ceuta, aunque pasaría a la historia por un hecho bien distinto: venderse al enemigo y posibilitar la invasión musulmana en la Península Ibérica. Don Julián, que era su nombre hispanizado, compartió con el general Tariq numerosos secretos defensivos de los reinos cristianos, facilitando su decisiva victoria en Guadalete. Una vez implantado el dominio musulmán en Al-Ándalus, el traidor fue beneficiado por los nuevos gobernantes con innumerables tierras y riquezas hasta el día de su muerte. Mas no sabemos si le mereció la pena disfrutar de estos años de felicidad terrenal, a tenor del relato recogido en el libro Casos notables de la ciudad de Córdoba en 1618.

Cuenta esta recopilación de leyendas y hechos históricos que a finales del siglo XVI, una tarde salió de Córdoba un lagarero en dirección a la sierra. Pasando lo que hoy son los jardines de Colón se le colocó un jinete anónimo a su misma altura, y comenzó a preguntarle por los problemas que preocupaban a los cordobeses de aquella época. El lagarero no tardó en describirle la recién construida plaza de la Corredera, destinada a la celebración de actos públicos, o el Arco del Triunfo que se había levantado con motivo de la reciente visita del rey Felipe II. También le confesó que la mala gestión de sus gobernantes, unida a las terribles epidemias que asolaban a la población, estaba sumiendo la ciudad en la más absoluta decadencia. A lo que el jinete anónimo respondió que en sus tiempos, Córdoba era una ciudad luminosa y llena de grandeza, donde según sus palabras “se encendía lumbre desde el Potro hasta los puentes de Alcolea. Se comunicaba toda la gente entre sí y se podía ir paseando de una parte a otra”. Al escuchar esta afirmación el lagarero se quedó atónito, y comenzó a observar de arriba abajo a su enigmático acompañante en busca de alguna pista sobre su más que probable longevidad. Actitud a la que el caballero replicó de forma sorprendente: “Sí, soy quien pensáis. Soy el desventurado don Julián por quien se perdió España, y desde entonces padezco un terrible sufrimiento en el infierno”.

Tras sus palabras, y acompañado de un gran estruendo, el jinete azuzó a su brioso corcel y juntos se desvanecieron por el horizonte, dejando un desagradable olor a azufre en el ambiente. El lagarero se quedó allí clavado, paralizado sobre su caballo, tratando de digerir aún el inquietante episodio que sin entender muy bien por qué, le había tocado vivir precisamente a él.