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Carretera de Belalcázar a la estación de tren, el 29 de marzo de 2021

VUELTA A CÓRDOBA | LAS OCHO COMERCAS EN BICI

El sonido de las aldeas

Un recorrido por el norte de Córdoba, una mezcla de soledad y sierra, partidas de cartas y oscuro bullicio de bar, el ladrido de un perro, la adolescencia en la estación de tren abandonada

Las aldeas son sobre todo un tiempo diferente. Me gusta más la naturaleza desde que viajo sin contaminar, sin gastar, solo los pedales, que no se consumen ni ensucian, ni queman ni despilfarran. La naturaleza es pasiva, pero también amenazante. Noto que tengo ganas de gente y de hablar. Tras once kilómetros de más soledad subiendo por la sierra de Hornachuelos, llego a La Cardenchosa y me paro con todas las vecinas. Con todas. La que está barriendo su calle, la que está repartiendo el pan en una furgoneta, la que sale a recogerlo en bata. Finjo, aunque sea por un día, que otra vida es posible. La finjo ante el ladrido perturbador del perro que me recibe en Ojuelos Altos; lo enfoco, con la seguridad que me da el muro blanco desconchado, pero también con el temor de que lo salte. La finjo en la barra de un bar oscuro, y me recreo porque sé que estas mañanas no serán posible, que no aguantaría las cartas, las copas de anís ni el perro negro bajo la silla, inmutable. No aguantaría, pero me seduce.

Son inmutables las aldeas del norte de Córdoba, y aquí llevo toda la mañana, sin necesidad de avanzar, oliendo a café y horno, a motor quemado, a un volante en manos arrugadas. Nunca seré tan valiente. Apenas me mojo los labios para que no baje el descafeinado, es mi coartada para no ser un intruso que mira con descaro cada movimiento del bar La Plaza. Cuando fotografío al dueño, me libero. No sé salir de Ojuelos Altos.

Entrada a Ojuelos Altos

Debería comprar más fruta. Hay una oferta en Fruterías Isabel, rotonda de Peñarroya-Pueblonuevo, una caja de fresas por cuatro euros y medio. Me gasto seis en aguacates, tomates y ciruelas negras. No tengo muy claro el sabor de las ciruelas. Quiero dormir en una estación de tren.

Hay puntos con los que sueñas antes del viaje. Estación de Belalcázar, frontera entre Andalucía y Extremadura, abandonada, junto a un río, los dos pueblos de Córdoba más cercanos están a 22 kilómetros. Hay carreteras que solo existen en los mapas, como la que lleva a Santa Eufemia. Me avisaron en Belalcázar: la CO-9027 es una mentira, un camino de tierra, y mi rueda es fina, pero me da igual, no me lo perdonaría; hay que dar un rodeo, tampoco no me importa, quiero la estación, quiero dormir junto a un rail. ¿Quedará andén? Voy bien de tiempo, disfrutaré del atardecer, tengo demasiadas expectativas en una simple estación de tren. Me adelanta Agustín, ciclista entusiasta de Hinojosa del Duque, me agrada su compañía en esta carretera tan lunática. Sé que en breve estaré solo, por eso busco la conversación.

Aún no domino la frustración. Hay más gente que ha pensado en los trenes. Unos adolescentes de Peñalsordo, primer pueblo de Badajoz, inundan de música rapera el campo y las grietas de la estación. Hago dos fotos para ganar tiempo mientras pienso si me quedo a dormir aquí. Tienen cigarros en las orejas, chándal y pitillos. ¿Y si vienen más?

Adolescentes en la estación de Belalcázar

Me voy con la sensación de fracaso, de que el rodeo no ha servido para nada. Se inicia una lucha contra las piedras del camino, contra mis pensamientos, contra la idea del error, sin percatarme de que estoy yendo rápido, de que este camino es lo que busco, sin tránsito, sin luces, sin ruidos fabricados. A veces me ofusco y pierdo la mirada. Llego a Santa Eufemia sin planearlo, tras 120 kilómetros de etapa, está anocheciendo y lo único que se me ocurre es entrar al primer bar que veo, Los Catalanes, y amodorrarme en la terraza con una cerveza sin alcohol. Enfrente hay un parque con fuente y, de repente, desaparecen mis preocupaciones.

Pido otra cerveza.

Cuando todo parece agotarse por la costumbre, llega una novedad. Esquivo el peso de la repetición, a veces sin querer, sin buscarlo. No espero nada de la noche, me conformo con que ningún vecino me moleste. Abro el saco en un lateral del parque, apartado, intentando pasar desapercibido, pero todos me ven desde sus casas. Cada día es más complicado hacerse invisible.

Estación abandonada de Belalcázar

Oigo pasos, viene un hombre, trae algo en la mano, es muy grande, una cama desmontable. Es pescador, la usa en las eternas tardes en el lago, la rechazo, no quiero compromisos, me la abre, bajará al amanecer a por ella. Al principio me fastidia dejarme vencer por la comodidad; luego miro a las ventanas e imagino las cenas, las sábanas, los besos, el sofá, y me digo que no pasa nada por darse un respiro de vez en cuando.

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