Llego con las luces del pueblo encendidas, sin saber que Altura ya es provincia de Castellón. Nunca había hecho 141 kilómetros con las alforjas: Dos bares, cuatro tostadas, dos bizcochos, dos plátanos, tres galletas de miel, cuatro barras de chocolate. Tres puertos de montaña, 14 pueblos, dos ríos. Ocho horas y 34 minutos en la bici. Tres hombres apoyados en el quitamiedos a la salida de Gátova. 

- Yo soy Manolo 1 y este, Manolo 2, que es más viejo.

- Por eso llevo gorra.

- ¿Aquí no hay alojamiento?

- Aquí no hay nada.

- Nadie nos quiere.

- Pero somos el corazón de la Sierra Calderona.

- Tírale, que vas a coger frío.

- Ten cuidado con las curvas.

- Y no te embales que te caes.

Reconozco la euforia, me pongo los guantes, retengo la euforia, no acelero, quiero llegar de noche, quiero que me entre frío, quiero alargar el límite. ¿Quién marca el límite? Quiero que me pase de todo, quedarme sin agua, sin batería, mancharme la piel, tener hambre, no me importa desfallecer porque sé que hay un hostal y ellos saben que existo. 

Me da igual que la recepcionista hable poco, que no me pregunte de dónde vengo, me da igual que tenga un 8,3 de puntuación, los 36 euros de la individual, que el salón esté apagado, que los pasillos sean estrechos y las escaleras tan reviradas. Me da igual subir escaleras. Lo importante es que la ducha tenga presión, eso es lo más importante.

Habitación 104 del hostal Victoria, la noche del 4 de enero de 2022, y la mañana del día cinco. JOSÉ JUAN LUQUE

Habitación 104. Descorro las cortinas. Todas las habitaciones son exteriores, pero ninguna tiene balcón. No se puede fumar, me recalca la chica. Yo no quería fumar, solo asomarme. Hay cuatro geles de baño, gasto los cuatro. Entra la luz amarillenta de las farolas en la habitación. No puedo recomendar el hostal Victoria, pero llevo dos folios escribiendo de él.

Cualquier habitación de hostal que se precie ha de ofrecer un mínimo: La tele, aunque no la enciendas, te hace estar menos solo. La silla de mimbre te vendrá bien para tender la ropa. Los caramelos que no probarás pero que dan caché. El aparatoso mando de la calefacción con sus múltiples botones, aunque solo dos sean útiles. El sonido del aparato al encenderse, sentarse en la cama y no preocuparse por la cena, por los animales ni por la Guardia Civil. 

Me gustan los hostales cutres porque me hacen exprimir lo más elemental. Cierro la puerta del baño y dejo que se llene de vaho, ni siquiera puedo mirarme al espejo

Fachada del hostal Victoria, en el pueblo de Altura (Castellón), la noche del martes 4 de enero de 2022. JOSÉ JUAN LUQUE

El grifo de la ducha sencillo, rojo y azul, nada de mecanismos imposibles de descifrar. Que todo sea fácil, no tener que pensar, invadir la cama de bolsas, que nadie llame la atención por la música. Realmente nadie protesta porque no hay nadie para protestar. ¿Quién para en hostales de pueblo de dos estrellas?

Enfrente hay un camping. Reconozco que me detuve, que entré, que me paseé por las parcelas, que pregunté el precio y que me imaginé montando la tienda, que llegué a pensar que tampoco se estaría tan mal, y que solo al comprobar la temperatura que haría al amanecer, decidí acabar con el teatro e irme con la cabeza agachada.

Me quedo en calzoncillos mirando por la ventana. ¿Seguirán usando el rollo de papel higiénico cuando me vaya? No me gusta dejar botes vacíos esturreados por el cuarto de baño, ni la cama demasiado deshecha; quiero causar buena impresión al personal de limpieza, aunque no le vaya a ver la cara.

Habitación 104 del hostal Victoria, la noche del 4 de enero de 2022, y la mañana del día cinco. JOSÉ JUAN LUQUE

En los hostales el tiempo desaparece, y así, cuando vuelves a pasar por la recepción, a tientas porque no atinas con el interruptor de las luces, ya no hay chica, ya no hay puerta abierta, te inunda una sensación de desasosiego, o de poder, te sientes el dueño del hostal, o perdido en él, esperando que se abra una habitación, ver un rostro, preguntarle a alguien qué le ha llevado hasta aquí, a este desconocido pueblo de Castellón, a esta pensión de 36 euros un 4 de enero, porque no puedes olvidar que es 4 de enero, que es martes, que no hay ningún atractivo para pernoctar aquí. Y esta es la gran fascinación del viaje, darle nombre a lugares que no lo tienen, dejarse llevar por el azar, por las piernas y por la ausencia de camas en 25 kilómetros. 

¿Dónde voy a cenar?

La cocinera del bar Alvis no aparece hasta las ocho y cuarto. En la barra solo hay un periódico deportivo. Dos jóvenes juegan a las máquinas. Una pareja bebe vino, él con zapatillas de estar por casa. Hablan de sus hijos en segunda persona y compiten por ver con qué abuelos los dejan más. Un chico le dice a su amigo que siempre le va a tener ahí. Bravas, sepia, dos botellines y descafeinado. Me niego a que me abran el salón solo para mí. Entra un hombre y le pide dinero al camarero. 

- Mañana te lo devuelvo, te lo prometo.

Jesús se lo da, con resignación, y sin apenas mirarle a los ojos. A las nueve y cuarenta y tres salgo del bar, solo quedo yo, la calle es un sepulcro, se levanta el viento, gritan las mamparas de las terrazas cerradas, aceleran las hojas y se chocan varias bolsas de plástico. Menos mal que no me quedé en el camping. La noche en los pueblos se multiplica, llega antes, mucho antes, y pronto te conviertes en un extraño sonámbulo. La recepción del hostal permanece cerrada, temes perder las llaves, las agarras y cierras el puño. Te preguntas por qué el llavero es tan grande, qué bolsillo podría acoger semejante armadura

Ducha en la habitación 104 del hostal Victoria, al acabar la novena etapa del viaje.

Ducha en la habitación 104 del hostal Victoria, al acabar la novena etapa del viaje. JOSÉ JUAN LUQUE

Al pasar por la habitación 101 se escucha el sonido del televisor. ¿Será hombre o mujer? Los hostales esconden enigmas detrás de sus puertas. No hay cruce de pasillos, nos evitamos. En un folio se anuncia, junto a la clave del wifi, que el desayuno cuesta cinco euros. Identifico el olor de mi habitación y me da tranquilidad entrar. Los hostales son pequeñas cuevas y tu única huella será el número de toallas que has usado. En los hostales te atrincheras y te haces inexpugnable. Nadie preguntará por ti.

He abusado de la mayonesa. Me bebo los dos botellines de agua y las dos galletas de mantequilla de la marca Lorenzana. Escribo las últimas líneas del día con la calefacción a 25 grados. El viento aterra. Me tapo con la manta, la estiro todo lo que puedo. Las mantas son la tienda de campaña de los hostales. Abres el armario solo para comprobar que no te van a faltar. Te topas con tres perchas. Te sobran dos.

Me despierto porque sí, bebo un sorbo de agua y me vuelvo a acostar. El placer de entrar en la cama cuantas veces quieras, sin la fatiga de la conciencia, sin una lista de deberes, con la cabeza limpia. ¿Cuántas veces nos hemos despertado sin nada que hacer? ¿Y cuántas pensando que ya vamos tarde? ¿Cuántos cafés apurados de pie y tostadas en la encimera, cuántos chaquetones puestos en el ascensor, cuántas prisas a tus hijos, a tu pareja, a tu gato? 

Despertar y descuidar el peso del tiempo. Disfrutar de cada golpe de viento en la ventana, del virulento sonido de los toldos, del siniestro silbido del aire, la tempestad desde la cama, se alzan las persianas de los comercios, las vecinas conversan en la calle. Unos pasos en el pasillo. El mundo ya se ha puesto en marcha y tú sigues tapado hasta el cuello, por la página 239, la calefacción a 26 grados, y dudas que algún kilómetro en la bicicleta vaya a superar este momento de no hacer nada. Buscas dos canciones y te vuelves a meter en la cama.