Es la crónica sentimental la suma de distintos momentos vividos con otros yo. Juan Orta se integra en esta particular referencia mía desde poco después de mil novecientos sesenta y ocho, con un lugar propicio para ello, el Siboney. Tanto da que fuese el café mañanero como la dorada copa que aspiraba con justicia a ser uno de los mejores caldos de esta ciudad de discretos; en ella estaba el hombre ya mayor de oficio manual y libertario él, que había aprendido lo suyo como para escribir un tratado versado sobre deidades griegas y latinas o los mitos en que estaban implicadas, y los seguidores de tal o cual hermandad. Su sentido de la mesura, su lealtad y su recio carácter eran suficientes para hacer el resto en las tertulias.
Y a eso de media mañana aparecían los trabajadores del Parque y Talleres de Automovilismo vecino para el oportuno café y las disquisiciones acerca de los más variados temas. Allí, indefectiblemente, estaba Rafael Díaz en el centro, hombre de probada rectitud y cultura asentada a través del tiempo. Juan me habló del afecto que le profesaba, y puedo dar fe de la correspondencia. Pasaban las horas y Paco, su hermano, cogía el relevo con la complicidad de Manolo Silveria, Juan Carlos Sobrino, Antonio de Patrocinio... que me asentaron en una afición, el flamenco, del que poco sé; en parte, por mis limitaciones y con el acento añadido de las polémicas en este terreno por mor de ortodoxias y heterodoxias a las que nos acostumbramos en temas diversos. Ello oculta por momentos el tema frontal de si hay o no calidad interpretativa.
Allí, un buen día tuvimos algo que interrumpía la solemnidad del café diario, con el saludo de una explosión y bombonas de los vecinos Carburos Metálicos y después unos pies para qué os quiero a través de las cercanas vías de trenes aún existentes. Ese tipo de aconteceres me asienta en la idea de que un fino hilo cose unos sucesos a otros. Juan, imborrable en mi memoria, hubo de ser un fiel testigo.
*Catedrático jubilado de Lengua y Literatura