Nunca he visto aviones de guerra volando sobre mi hogar, ni he tenido que despedirme de un hombre que partía a la guerra y se soltaba de las manos de mis hijos después de besarles en la frente.

No he sentido que mi corazón se paraliza al escuchar una alarma antiaérea, ni he buscado refugio entre los restos de un edificio derrumbado.

Nunca he tenido que sujetar un arma sabiendo que me tocaría disparar contra otro ser humano, que es cuestión de matar o morir. Me resulta imposible imaginar el miedo a perder aún más cuando ya lo has perdido todo.

No puedo hacerme a la idea de cómo es sentir que no eres parte de nada porque todo el mundo te ha abandonado, y a tu alrededor el olor de los cuerpos acelerados, escondidos, sudorosos. El hambre, el cansancio. El pánico...

Cuando era una joven estudiante de periodismo creía que no podía haber nada más emocionante que ser reportera de guerra: sonaba distante y exótico, pero se olvidaba la parte de cuerpos despedazados, mujeres y niñas violadas, criaturas sin familia para siempre, hogares destrozados y vidas arruinadas sin remedio. Perdonen la crudeza, pero llevo días leyendo en medios y redes sociales auténticas gilipolleces de gurús que nunca han arriesgado su integridad física más allá de pelear por una tumbona en la piscina del todo incluido.

Algunos son fanáticos en su ideología, intentando ahora negar que Putin sea un agresor totalitario, alumno aventajado de esa URSS comunista en la que medró y de la que aprendió sus métodos; o que de la República Democrática (?) Alemana se moría intentando salir y no entrar. Otros son los que, desde su indigencia moral, equiparan atacantes y atacados como ya hicieron igualando víctimas y verdugos en eso que llaman ‘conflicto’ vasco y que fue, simplemente, una ristra de asesinatos cobardes de ciudadanos inocentes por parte de delincuentes comunes que compartían corte de pelo y degeneración humana de herrikotaberna.

Y allí siguen ellos, los ucranianos, peleando por su libertad, sus familias, sus hogares; quizás porque ya probaron lo que es vivir bajo un régimen comunista, asesino y totalitario (valgan todas las redundancias) y no quieren volver a ello bajo ningún concepto.

No tengo ni idea de qué haría yo si alguien viniera a por todo lo que poseo: familia, hogar, libertad, vida... Tampoco sé si sería capaz de mandar a morir a otros por mí, o simplemente me rendiría aun sabiendo que defiendo una causa justa.

Sé que hoy hay allí, en Ucrania, familias como la mía, como las de ustedes que ahora me leen, que están rotas por el miedo, la desesperación, la sangre... pero que nos ofrecen también una impagable lección de dignidad. Al igual que el ejemplo que nos dan también, con su generosidad sin postureo, todos esos polacos, rumanos y húngaros a una vieja Europa que tiene las manos de sus líderes enfangadas en negocios y corporaciones, risitas con la inane Greta, y que mira hacia otro lado cantando Imachins y alumbrando edificios con luces de colores que sólo consiguen resaltar más la imagen de una vergüenza no tan ajena, porque nos alcanza a todos.

*Periodista