Esta pandemia nos ha hecho más introspectivos. La quinta ola remite al cumplirse el veinte aniversario de las Torres Gemelas. Una cicatriz sobre otra para encallecer los espíritus libertarios. Por eso, para sanar estos tiempos timoratos nos hemos medicado mucha evocación. Hemos conocido la trágica muerte del dueño del madrileño restaurante El Brillante. Quien más y quien menos, en su jaleosa barra ha presentado el salvoconducto de su estirpe provinciana. Este bar situado en el embozo de la estación de Atocha era -y es- la isla de Ellis de los que apenas hemos reconducido los prejuicios de las maletas de cartón piedra: Madrid como un monstruo ingobernable saciado en el placentero sabor de un bocadillo de calamares.

Vindicar El Brillante es una trampa que te tienden los esnobistas, que adivinan tu paletidad reseñando el Madrid de las puertas, ese tour operator que antes incluía ponerle una vela a Lina Morgan en La Latina y ahora se trueca por un musical en la Gran Vía. Alguna compra para presumir de tu estancia capitalina y trapichear las líneas del metro para simular esa aprehensión epidérmica del eje de las Españas. Incluyan, cómo no, una muestra en el Prado, permutable por la vitrinas de trofeos del Bernabeu, junto al holograma de tu jugador favorito, habido o por haber, que todo se andará. Si acaso, este tour concedía cierta desviación a los bibliófilos, permitiendo un rápido ojeo a las casetas de la Cuesta Moyano. Sin embargo, no renuncio a mi boina virtual, al Madrid de los bocadillos de Atocha. En el regidor de este emblemático establecimiento se han cruzado de por medio unas deudas, una depresión y una pistola, toda una conjunción de unos años putos y cainitas.

La parada sin fonda frente a unas bravas y unas anillas emparedadas de calamar te transporta a tu Madrid particular, el que gulusmeó el detective Germán Arteta gracias a la ‘finezza’ de Garci. Sucio y entrañable Madrid del que no desprendo la inmejorable banda sonora que Jesús Glück compuso para ‘El Crack’; el Madrid de los humos y la transición; de ese uno mismo como interlocutor con la lejana infancia, el suave vértigo de la esterilla por la que te deslizabas en el tobogán del Parque de Atracciones.

Romper una lanza por la calamaridad es apostar por el resurgimiento de las cosas sencillas. Y resulta cuando menos sarcástico que en una época de sofisticaciones, los titulares de los telediarios los encabecen noticias salidas de los días del estraperlo: la subida de la luz, con todos los malabarismos que convierten la tarifa eléctrica en un arcano; los eufemismos del lenguaje para dirimir controversias y demagogias: de nativos digitales a pobres energéticos; del brasero de picón al mix tarifario, con esa constante k que es la indescifrable factura de la luz.

Pedro Sánchez no puede prometer ni promete, porque eso sería retrotraerse a las humaredas del Florida Park o los cigarrillos interminables de los Pactos de la Moncloa. Se compromete con amansar la electricidad, convirtiendo el 2018 en un pretérito perfecto. Mucho habría sido pedir remontarse al Madrid post Chencho, el de Pepe Isbert, las guirnaldas sencillas y rutilantes, y el pavo.

Deseo que los causahabientes de Alfredo Rodríguez mantengan a flote El Brillante, ese castizo y proustiano referente de las gentes de provincias. Quizá en su barra me encuentre algún día al peluquero de Germán Arteta, describiendo uno de los antológicos combates del Campo del Gas, casi tan buenos como los del Madison.

 * Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor.