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El mal absoluto

Toda asimilación del mal tiene sus filtros. No lo percibimos, no lo miramos de frente y con cualquier postura, con cualquier gesto o semblante. No, tenemos nuestros filtros para protegernos, para remarcar una distancia. El telediario habla y escuchamos: cuando identificamos el horror, al descodificar esa noticia con sus protagonistas, acción y desenlace, entrecerramos los párpados, giramos la cabeza o aumentamos el ritmo de la conversación, subimos el tono y bajamos el volumen, cambiando de canal o apagando la tele cuando no queremos entender lo que ya hemos entendido perfectamente. Cuando no queremos pensar que eso que acabamos de saber de verdad sea posible. La geografía influye: no es lo mismo que el suceso tenga lugar lejos, en otro continente, o que ocurra aquí mismo. En nuestra ciudad o en nuestro país. En la proximidad. Parece lo mismo, pero no lo es. Y a la vez, lo es. No por una cuestión de contexto social, que también, sino porque la lejanía nos hace interpretar de otra forma. Viene de otro mundo. Viene de otro planeta. Aunque se trate, exactamente, de la misma acción y el mismo desenlace. Eso nos parece. Pero el daño es idéntico: especialmente, en los delitos de especial crueldad física contra las personas. Cuando se asesina, se tortura o se viola, el contexto puede contribuir a dotar al drama de escenario: pero el drama sigue siendo exactamente el mismo, porque el daño es el mismo y el dolor también. Todo son matices que nos ayudan a ir filtrando, a ir asimilando. A digerir. Porque hay cosas que son indigeribles, que no se asimilan, que no encuentran su filtro para verterse en nuestro entendimiento. Porque son inimaginables.

Si pensamos en el asesinato, que te roba el bien supremo que es la vida, aunque no se comparta, aunque se condene, en ocasiones puede comprenderse. Hay mil, y no me refiero sólo a la legítima defensa ni al estado de necesidad. Además del azar, de lo imprevisto, hablo de la comprensión del alma humana desde Dostoievski. O desde Homero, da lo mismo. Insisto: no es que se legitime, pero puede entenderse. La codicia, la envidia, los celos. Son sentimientos profundamente destructores para quien los padece, y que luego suele hacer padecer a los demás con creces. La literatura y la vida están llenas.

Pero este hombre de 44 años que para vengarse de su mujer, de la que se estaba separando, ha llevado a su hijo de dos años a un hotel de Barcelona y lo ha ahogado con una almohada, es algo que no puedo comprender. Esa fragilidad, esa vulnerabilidad, esa entrega total de un niño de dos años que se pone en tus brazos. Esa confianza. Ese niño de dos años que, según parece, ha muerto ahogado por su padre, que se ha ido con él para dar un paseo con normalidad, porque era alguien en quien confiaba. Porque era su padre.

El caso de Martín Ezequiel Álvarez es todavía más grave que el de Ana Julia Quezada, aquella mujer que asesinó en 2018 al niño de ocho años Gabriel Cruz, hijo de su pareja de entonces. Aunque esta mujer tenía una relación muy estrecha con el niño, no era su madre. Se demuestra que la mujer y el hombre también en el horror exhiben una igualdad escalofriante, aunque en este caso el grado de parentesco no solamente es un agravante penal, sino moral, existencial, casi de fe en la vida que estalla y se nos rompe.

Hay mujeres que matan a sus hijos y hay hombres que matan a sus hijos. Y casi siempre es para vengarse. Que el término de violencia vicaria se asocie únicamente con los hombres es quedarse con la mitad del daño, porque el dolor no entiende de estrategias feministas para explicar la vida. La vida, por desgracia, también es pensar en el segundo último del niño, en la almohada sobre él, en las manos del padre y en el mensaje que después le envió a la madre, diciéndole que en el hotel se encontraría lo que merecía. No es que nadie merezca eso: es que no merecemos que suceda. Pero ocurre, y nos equivocamos al tratar de ignorarlo desde una concepción buenista. Tanto el derecho como la Constitución deben enfrentarse a ese horror real que tanto trabajo nos cuesta aceptar, en lugar de continuar como si no existiera. Por eso la reinserción social del delincuente, para las penas privativas de libertad, debería contemplar sus excepciones en casos de semejante crueldad, y asumir que debe ser así como medida de protección social. Porque en estos casos tan terribles, cualquier prisión permanente revisable se queda corta. Si este hombre es culpable, no habría nada que revisar aquí. Absolutamente nada.

* Escritor

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