Una cosa buena -a veces mala- que tiene el ser científico es que nunca se puede dejar de serlo. Científico no es solo una profesión; por encima de eso, hay también una forma de mirar la vida, una manera de ser humano.

Esa relación de dependencia, que a veces se convierte en una verdadera esclavitud consentida, no se debe exclusivamente al hecho cierto de que los científicos viven por y para su ciencia de una manera prácticamente obsesiva, sino que también es expresión de algo mucho más profundo: la ciencia es una construcción social, plural, colectiva, en la que el cerebro individual, con su ciencia individual, acaba difuminándose igual que una hormiga soldado se funde en la efervescente negrura de su hormiguero.

Cuando esa construcción social de la ciencia se expresa y exterioriza, acaba materializándose como un producto cultural, aunque no es un producto cultural más, porque la ciencia, sus ideas y sus productos poseen una capacidad de transformación del ser humano y de la sociedad mucho mayor que cualquier otra forma de cultura. Y tal vez por la observación del hecho inapelable de su tremenda influencia y poder de transformación social, sobre todo a través de los desarrollos y productos tecnológicos, a menudo se la percibe desde fuera como una amenaza y se la contrapone a las históricamente mal llamadas «humanidades», como si la ciencia no fuese humana o no tuviera al ser humano en su centro. Esa vieja dicotomía entre ciencia y humanidades falsea una realidad que, como sucede siempre, es en el fondo más sencilla de lo que parece. Las ideas de la ciencia no son más que representaciones del mundo, exactamente lo mismo que las ideas de la filosofía, el arte o la religión. Comparten el mismo origen, el pensamiento de la mente, y tienen el mismo objetivo: describir y predecir el mundo en el que se desenvuelve el ser humano. La única diferencia estriba en que la ciencia parece ser más eficaz y precisa en el logro de ese objetivo.

En realidad, puestos a elegir cuál de todas esas formas de representación del mundo es más humana, yo me quedaría con la ciencia. Entre todas ellas, es la más transparente, la más autocrítica y autorregulable por la fuerza de la observación y la experimentación; y la más libre, pues su único dogma es que están prohibidos los dogmas. La ciencia es la menos manipulable, la más difícil de utilizar para sojuzgar al individuo. Porque, como bien decía Stephen Hawking, es imposible impedir que una mente científica piense libremente. En la ciencia no sirve de nada la jerarquía, la antigüedad o el dinero. Un simple estudiante puede destrozar toda una teoría aceptada durante siglos. Por eso, la ciencia es el mejor camino hacia un verdadero humanismo. Y no me refiero ya a esa ciencia productora de tecnologías centradas en mejorar la capacidad de supervivencia de los seres humanos, sino a esa expresión más sencilla de la ciencia que es capaz de mantener viva la conciencia crítica y la dignidad de la persona.

No hace falta ser un genio para vivir como un científico. Todos los seres vivos lo saben y así lo hacen. Basta con sentir y reconocer los patrones y ritmos de la naturaleza y aprender a utilizarlos para movernos por ella. Esa simple actitud nos hará automáti-camente más humildes, más solidarios y tolerantes con las diferencias. Entender cómo se mueve el mundo nos hará más humanos. Aunque pueda sonar arrogante, son las mal llamadas humanidades, que también tienen sus tecnologías, como la política, las que deberían aproximarse a la ciencia en busca del humanismo. A aquellos humanistas de letras que quieran sentir el valor de la ciencia más allá de las tecnologías, les recomiendo la lectura del filósofo y sociólogo Bruno Latour; por ejemplo, su ‘Cogitamus: seis cartas sobre las humanidades científicas’. Si como personas que pensamos y vivimos en plural, aprendemos a vivir con ciencia, tal vez un día logremos liberarnos de tanta ocurrencia ideológica y consigamos también convivir y gobernarnos con ciencia.

* Profesor